10 de octubre después de cenar

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Puede que esta haya sido la cena más rara en la historia de la familia Phillips.

Normalmente mis cenas con mamá transcurren de la siguiente manera: yo hago una broma sobre la comida, mamá me dice que soy un maleducado y que cada vez me parezco más a mi padre; hago una broma sobre su higiene personal, y mamá me dice que hace lo que puede con lo que le ha dado la vida, y yo le pregunto si es la vida la que le esconde el champú; y luego fregamos los platos.

Hasta aquí, todo perfectamente normal, ¿no? Pues la cena de esta noche no ha seguido el mismo curso.

La cosa empezó cuando mamá exclamó, sin venir a cuento:

—¡Necesitas antidepresivos!

Alcé la vista y la miré con cautela. No había nadie más en la habitación, pero aun así no estaba seguro de que estuviera dirigiéndose a mí.

—De eso nada. Con todas las medicinas que tomas tenemos para los dos —le dije.

—¿No estás deprimido?

—¿Quieres decir ahora mismo, mientras hablamos? Sí. Todo el mundo se deprime; es una emoción más. Pero parece que ahora la gente prefiere darse a las pastillas que afrontar los problemas de cara.

—A veces las pastillas son la única solución —dijo mamá, intentando justificarse.

—Ahora mismo me estás deprimiendo. ¿Crees que se me pasará si me tomo una pastilla? —le pregunté.

—¡Eso no es necesario! —contestó, mirándome furiosa desde el otro lado de la mesa.

—¡Como la mayoría de las medicinas que tomas! —repliqué—. Vivimos en una sociedad medicalizada. Empezamos dándoles a los niños drogas para la hiperactividad, porque al parecer todos son hiperactivos, y no dejamos de medicarnos hasta que nos morimos.

—Tú tomaste medicación para la hiperactividad y gracias a eso te has convertido en algo medio decente.

—Yo qué voy a tomar. —Sabía que tenía que estar equivocada; no recuerdo haber tomado nada en absoluto de niño, ni siquiera vitaminas.

—Te ponía la medicación en la comida.

Casi me atraganto al oír su confesión. Estaba de coña, ¿no?

—Yo pensaba que siempre había sido tranquilo y maduro para mi edad —dije.

—Pues no, estabas drogado —dijo mamá en tono despreocupado—. Cuando tu padre y yo empezamos a divorciarnos, tú comenzaste a hacer tantas preguntas que nos resultó más fácil empastillarte que responderlas.

Casi me atraganto de nuevo, y eso que esta vez no tenía comida en la boca. Debía de ser verdad; mamá perdió el sentido del humor cuando papá se fue.

Toda esa infancia menospreciando a mis compañeros por jugar al pilla-pilla en el patio, por cazar lombrices y comérselas, por salirse de las líneas al colorear, todo fue inducido a base de medicación, no porque realmente fuera superior a ellos.

—Vaya, parece que no podemos cenar juntos sin destrozar alguno de los pilares fundamentales de mi infancia —dije.

Imaginaba que, llegados a ese punto, no tenía mucho más que perder. ¿Qué podría revolucionar una cena más que descubrir que fuiste drogado durante toda tu infancia? Así que decidí pedirle el dinero.

—Necesito dinero —le solté a bocajarro.

—Ya te doy una paga —replicó mamá, veloz como el rayo.

—Necesito más dinero, como trescientos dólares. —No le di tiempo a replicar—. Quiero fundar una revista literaria en el instituto y necesito dinero para poder imprimir los primeros cien ejemplares o así.

—No —dijo mamá. Ni siquiera se paró un segundo a considerarlo.

—¡Oh, venga! Sé que estás forrada. Al morir el abuelo nos lo dejó todo.

—Error —dijo mamá, imitando el zumbido que suena en los concursos de la tele cuando alguien se equivoca—. Me lo dejó todo a mí, y a ti te dejó su coche.

—¿Y qué hay de mi fideicomiso para la universidad? —le pregunté.

—La palabra clave es «universidad» —dijo mamá. No estaba dispuesta a ceder.

En ese momento me entraron ganas de salir a la calle y ponerme a gritar: ¡¿POR QUÉ TODO EL MUNDO ESTÁ CONTRA MÍ? YO SOLO QUIERO IR A LA UNIVERSIDAD, TAMPOCO PRETENDO ALCANZAR LA PUTA LUNA! Pero me quedé allí sentado.

Debo de haber heredado la testarudez de mi madre. El único modo de negociar con gente como nosotros es con el toma y daca; tenía que negociar con ella.

—Vale —dije, con el estómago encogido por lo que iba a proponerle—. Si empiezo un tratamiento con antidepresivos, ¿me darás el dinero que necesito para montar la revista?

Mi madre me miró, calibrando mi oferta en silencio.

—Trato hecho —contestó—. Y ahora, pásame la sal.

¿Alguien más ha llegado a un acuerdo con su madre para tomar medicación a cambio de dinero? Para mí ha sido la primera vez. Aunque, no os preocupéis, si la enfermera Ratched, la de Alguien voló sobre el nido del cuco, cree realmente que voy a tomarme las pildoritas de la felicidad, lo lleva claro.

Me levanté de la mesa poco después de aquello. Llamadme loco si queréis, pero perdí el apetito cuando descubrí que la mujer que me preparaba la comida tenía por costumbre poner drogas en ella.

¡Por dios! ¡¿Por qué mi vida tiene que parecerse a una novela de Robert Ludlum?!

En fin, vamos a ver cómo voy con toda esta historia de la revista: ¿Permiso del director? ¡Hecho! ¿Financiación para el proyecto? ¡Hecho! ¿Pedir la colaboración de mis compañeros? ¿Cómo coño voy a lograr eso?

Fulminado por un rayo -Chris ColferDonde viven las historias. Descúbrelo ahora