31 de octubre

297 24 0
                                    

Me he pasado la mayor parte de la noche de Halloween mariconeando con los gais. (Siempre he querido decir eso.) Os lo voy a contar…

Una vez más, nadie me invitó a ninguna fiesta de Halloween. Tampoco es que haya tenido nunca mayor interés; después de lo del desfile, la idea de disfrazarme no me seduce demasiado. Y de todos modos tenía mucho trabajo con la revista. Me queda menos de una semana y voy de culo para terminar con esta mierda.

Había olvidado por completo que era Halloween hasta que Nicholas y Scott me hicieron una visita en el aula de periodismo. Iban disfrazados de Batman y Robin. Y no estoy hablando del dúo dinámico de las espantosas películas de los años noventa, estoy hablando de Adam West y Burt Ward en los sesenta. No tengo gayradar, pero ¡DING DING DING DING!

—Un momento, ¿esto está pasando de verdad o me he vuelto a quedar dormido sobre la mesa? —dije en cuanto los vi entrar.

—Qué gracioso —dijo Nicholas—. Es Halloween, gilipollas.

—¿Y tú de qué vas disfrazado? —me preguntó Scott—. ¿De Gloria Alfred, la abogada feminista?

Nicholas y Scott se miraron y se echaron a reír como un par de histéricos.

—¿Venís a mi clase vestidos así a reíros de mí? Me parece que no.

—Entreguémosle las colaboraciones y larguémonos de aquí —le dijo Scott a Nicholas.

—Perfecto —dijo Nick.

Me entregaron sus trabajos con aire resentido.

—Gracias, señoras —les dije. No tenía ni idea de que eso les iba a molestar tanto. Nicholas estuvo a punto de lanzarme un pupitre.

—¡Eso no tiene gracia! —gritó.

—No vale la pena, Nick —dijo Scott—. Venga, vamos a ponernos hasta las cejas de calabazatinis en casa de Claire mientras vemos El retorno de las brujas.

—No tienes ni idea de lo que me has hecho pasar esta última semana —dijo Nicholas, señalándome con el dedo. Estaba muy nervioso. De repente me invadió ese sentimiento de culpa que tuve hace unos días.

Se fueron hacia la puerta, pero antes de que se fueran les grité:

—¡Lo siento!

Se volvieron hacia mí como si lo hubieran imaginado.

—¿Qué? —dijo Nicholas.

No me extraña que se sorprendieran; creo que no he pronunciado esas palabras más de tres veces en toda mi vida.

—Lo siento —repetí para asegurarme de que me oían—. Desde aquella noche en el baño le he dado muchas vueltas, y la verdad es que os debo una disculpa después de todo esto.

—No quiero oírlo —me dijo Scott—. Si me chantajeas una vez la culpa es tuya. Si me chantajeas dos veces, será culpa mía. Larguémonos de aquí antes de que me chantajee por tercera vez…

—Oye, ya es bastante difícil para mí tener que venir a este instituto, y no lo oculto —le expliqué—. Nunca me guardo nada, y aun así se me hace difícil aguantarlo. No puedo ni imaginar lo que debe de ser tener que aguantarlo y además mantener un secreto. Si he añadido más peso aún al que lleváis sobre los hombros, lo siento de verdad, pero me estáis ayudando mucho al escribir para la revista.

Se quedaron esperando un «pero», pero no hubo ninguno.

—¿Gracias? —dijo Nicholas, que todavía no estaba muy seguro.

—Es un detalle por tu parte, supongo —dijo Scott.

—Y para vuestra información, no pienso contárselo a nadie. Palabra de scout. Esta ciudad ya es bastante miserable conmigo, y no soy homosexual, solo un alumno brillante. —Me eché a reír porque lo dije un poco en plan de broma, pero fui el único que se rio. Vi la decepción en sus caras y se miraron con tristeza.

—No es solo esta ciudad, es este mundo —dijo Scott—. Quiero decir que, salvo en San Francisco y en Hollywood, en todas partes es un tema espinoso.

—Y yo no puedo mudarme a ninguno de esos dos sitios —dijo Nicholas—. Mi familia me desheredaría si se enteraran. Mi madre era miembro de una asociación contra el matrimonio homosexual. Lo de poner ese dibujo de una familia feliz en los carteles amarillos fue idea suya.

—¿Así que básicamente os estáis sacrificando por gente que ni siquiera es capaz de quereros? Yo diría que no merece la pena.

Scott gruñó y cruzó los brazos.

—Sí, ya hemos oído esas frasecitas hechas muchas veces —dijo—. Para los famosos y los políticos es muy fácil decir que se hace más fácil con el tiempo, pero en el mundo real, donde todos los días

se mata a algún chaval por esto, nosotros lo tenemos un poco más difícil.

No tenía ningún derecho a decir lo que dije a continuación, pero precisamente por eso creo que hice bien en decirlo.

—Scott, esa es la gilipollez más grande que he oído en mi vida. Nadie dice que vaya a ser fácil. Puede que sea la cosa más difícil que tengáis que hacer en toda vuestra vida, y puede que algunos tengan que esperar y planearlo durante más tiempo que otros. Pero si te estás arruinando la vida porque vives en un entorno que no te acepta, y tú no intentas siquiera cambiarlo por otro donde sí te acepten, entonces serás el único culpable.

Se quedaron callados. Me encanta hacerle eso a la gente. No pretendía largarles un sermón, pero si entras en mi aula, tendrás que escuchar lo que yo te diga.

—Puede que no tenga ni idea de lo que estoy hablando —continué, algo cabreado ahora—, pero todos formamos parte de una minoría que espera a que la mayoría se saque la cabeza del culo.

Miré la hora, eran casi las seis. Se me había pasado la tarde volando. Os juro que cuando me pongo a trabajar en la revista es como si entrara en una especie de agujero de gusano espacio-temporal.

—Vaya, me encantaría quedarme aquí todo el día, pero tengo una abuela con alzhéimer a la que me gustaría ver antes de que finalice el horario de visitas —les expliqué—. Que disfrutéis de vuestros calabazatinis.

Y entonces fue cuando prácticamente eché a los dos héroes de capa volandera; la primera vez en mi vida que tengo que echar a alguien de la clase de periodismo. Me habían hecho sentir culpable, triste y cabreado en solo cinco minutos, y odio que me hagan sentir cosas que no quiero sentir. Estaba listo para marcharme.

Todas las enfermeras de la residencia iban disfrazadas, algo que no debía de resultarles muy cómodo.

—¿Quién eres? —me preguntó la abuela nada más entrar.

—Tu nieto —le dije, preguntándome si iba a echarme otra vez.

—¿Por qué todo el mundo lleva esos ridículos disfraces?

—Es Halloween, abuela.

—Oh. Nunca me ha gustado la fiesta de Halloween. No me gusta que la gente se oculte detrás de una máscara.

—A mí me lo vas a contar —le dije. Ahí estaba: mi instituto definido en pocas palabras.

Fulminado por un rayo -Chris ColferDonde viven las historias. Descúbrelo ahora