5 de noviembre

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5 de noviembre

¿Recordáis aquella reunión que íbamos a tener con el director y los inspectores? Pues ha sido hoy. ¿Recordáis que prometí hacer gala de mi mejor comportamiento y quedarme sentadito y sonriendo? Pues mentí.

Estábamos esperando en mitad del auditorio sentados a una mesa durante media hora hasta que aparecieron el director y dos inspectores del Distrito Escolar Unificado de Clover. Después de eso y de todo lo que ha pasado este fin de semana con papá, mamá y el lío de terminar la revista, yo ya venía calentito; tengo que reconocerlo.

—Muy bien, comencemos —dijo Gifford, sentándose a la cabecera de la mesa. Los inspectores se sentaron a ambos lados del director—. Os he convocado hoy para anunciaros una nueva normativa que a los inspectores y a mí nos parece muy importante.

Todo el mundo asintió respetuosamente, con los ojos bien abiertos y atentos. Yo me arrellané un poco más en mi asiento por despecho.

—A partir del próximo semestre, todos los forros de los libros, las mochilas y la ropa en los que se muestren logos o cualquier clase de texto estarán estrictamente prohibidos —dijo Gifford—. Así que, como miembros del consejo, es muy importante que cumpláis con esta norma y deis ejemplo a vuestros compañeros.

Los demás miembros del consejo disimularon muy bien su frustración ante esta noticia, pero me di cuenta de que hasta a ellos les molestaba. Incluso Remy meneaba la cabeza en silencio.

Esperé el momento adecuado, para asegurarme de que nadie iba a decir nada, y entonces procedí a dar rienda suelta a mi indignación.

—Muy bien, de acuerdo —dije. A los inspectores les dejó atónitos que no hubiera levantado la mano para pedir la palabra—. Odio algunas de las cosas ofensivas y degradantes que leo todos los días. Y si vuelvo a ver a alguien con una de esas camisetas en las que dice NO TENGO DOBLE PARA LAS ESCENAS PELIGROSAS, me arrancaré la cara y se la arrojaré, pero ¿cómo se supone que vamos a aprender y a crecer si ustedes no dejan de eliminar nuestros derechos más básicos, como el de la libre expresión?

Todas las cabezas se volvieron hacia mí con expresión horrorizada, en plan El exorcista.

—Vamos a ver, hijo —dijo Gifford, que sin duda estaba contando mentalmente hasta diez—. ¿Por qué no dejas que seamos nosotros los que nos preocupemos de la represión estudiantil?

Claire asintió con tal vigor que la cabeza le estuvo a punto de salir volando. A lo mejor ella podía vivir con la idea de ser una lameculos, pero yo no iba a quedarme allí sentado viendo cómo se suprimían mis derechos.

—Sí, seguro que ustedes saben perfectamente lo que están haciendo, porque cada día hay más alumnos que sufren estrés, depresión y que abandonan sus estudios —dije—. O sea que está claro que están tomando ustedes las mejores decisiones.

—¡Te estás pasando de la raya! —exclamó Gifford alzando la voz. Yo diría que la señorita que le ayudaba a contar mentalmente se estaba empezando a cansar.

—¡Y usted tiene muchos humos! —le espeté, alzando la voz también—. ¿Para qué sirve prohibir los logos si no es para imponer su visión conservadora?

—¡Carson, por favor, cállate! —me susurró Claire. Pensé que la pobre iba a explotar.

Gifford se puso de un tono tan rojo que me sorprendió, no creí que un ser humano pudiera ponerse de ese color. Sabía que yo tenía razón —todos lo sabían— y eso le resultaba profundamente incómodo.

—Está discusión se ha terminado. Cumpliréis la nueva norma —me gritó Gifford. Miró alternativamente a los inspectores que tenía a su lado—. Y digo más; dado lo irrespetuoso de tu actitud, en adelante y hasta que finalice el curso, quedan revocadas todas las prerrogativas extraescolares de los alumnos. Tus compañeros te estarán muy agradecidos, hombrecito.

Era el segundo adulto que me utilizaba para pavonearse esta semana.

—Vámonos, señores —dijo Gifford a los inspectores, y abandonaron el auditorio.

Nunca he visto al consejo de estudiantes mirarme de esa manera. Casi parecía que la rabia derritiera sus caras. Algunos ni siquiera eran capaces de mirarme a los ojos. Remy estaba al borde de las lágrimas.

—¡No pueden castigar a todo el instituto por un estudiante bocachancla! —dijo Justin, mientras se levantaba y tiraba una silla de un puntapié.

—¡No me puedo creer que os hayáis quedado todos ahí sentados escuchando! —le dije.

—¿Ahora nos estás echando la culpa a nosotros? —dijo Scott, horrorizado.

—Gracias a ti vamos a tener que celebrar el baile de graduación en la cafetería —dijo Remy, que se puso lívida al oírse pronunciar estas palabras.

—Vamos a pasar mucho tiempo allí, porque ya no podremos salir a comer fuera del campus —añadió Nicholas.

—Si escribieras una carta de disculpa es posible que lo reconsideraran —propuso Claire, temblando. Estaba en modo control de daños.

—Debería pedir disculpas a todo el instituto —añadió Scott.

—¡Tienes razón! —señaló Remy.

—Sí —dijo Nicholas—. ¿Qué tal la semana que viene en la asamblea?

—Oh, Carson —dijo Claire, meneando la cabeza—. Siempre te has creído mejor que nosotros porque no podíamos soportarte, pero ya te puedes ir preparando para que te odiemos de verdad. En cuanto los demás se enteren de esto y se lo cuenten a sus padres, ¡te va a odiar toda la ciudad!

No me podía creer lo que estaba oyendo. ¿Era el único que había intentado defender nuestros derechos y encima se cabreaban conmigo? ¿Iban a odiarme a mí?

—¡Muy bien, basta ya! —grité—. No estaba hablando solo por mí, ¡estaba defendiendo también vuestros derechos! Desde el mismo momento en que pusisteis un pie en este campus se os consideró la realeza del instituto, y preferís seguir manteniendo vuestro estatus a defender vuestros derechos (no, por Dios). Pues, para que os enteréis, ¡el instituto se acaba! Y por vuestro propio bien, espero que no seáis realmente los tópicos con patas que todo el mundo cree que sois, porque entonces la vida se os va a llevar a todos por delante. ¡Os va a acabar mordiendo el culo!

Cogí mis cosas y salí de allí tan rápido como pude. Tenía el estómago revuelto. Estaba harto de ellos, de mis padres y de toda la puta ciudad. Estaba hasta los cojones del mundo entero.

Fui directo a ver a la abuela y me dio un pequeño ataque de nervios.

—Es que no lo entiendo —le dije, intentando contener las lágrimas—. ¿Por qué algunos se esfuerzan tanto en conseguir lo que

quieren y otros no? ¿Por qué algunos son egoístas por naturaleza y otros somos egoístas por puro instinto de supervivencia?

La abuela estaba muy concentrada en su labor de punto y no mostró demasiado interés en lo que le estaba diciendo. Pero no me importaba. Solo necesitaba desahogarme: necesitaba contárselo a otro ser humano, aunque estuviera hablando con una pared.

—Hace muchos años me convencí de que no necesitaba a nadie —le dije, sin poder contener ya las lágrimas—. Pero últimamente, abuela, no hago más que preguntarme si no estaba equivocado. Siempre he sido cien por cien independiente, y a veces es tan difícil…

—¿Decías algo? —me preguntó la abuela.

—No —respondí, enjugándome las lágrimas.

—Estoy haciendo esto para mi nieto —dijo la abuela.

—¿Qué es?

Ella lo levantó. Estaba torcido y hecho con diferentes puntos y lanas. Era evidente que la abuela cambiaba de opinión sobre lo que estaba tejiendo cada vez que reanudaba su labor.

—Es una manta-bufanda —dijo la abuela.

No pude contener la risa. Desde luego que lo era. Incluso estando enferma de alzhéimer, mi abuela siempre encontraba la manera de hacerme sentir mejor.

Fulminado por un rayo -Chris ColferDonde viven las historias. Descúbrelo ahora