Se podría decir que hacia frío. Pero no es algo que nos importe cuando el corazón recibe calor. Este era uno de esos casos, por lo que el clima poco importa. Pero no siempre fue así, todas las historias tienen un comienzo, y procederé a relatarles el de ésta.
Nos aguarda una esquina poblada de gente, cada una de aquellas atareadas personas que circula en su propia burbuja de problemas y caos, encerrada en sí misma, no sabe detenerse a apreciar aquel invaluable sitio; pero él si supo. Allí la vio, con sus sandalias, su remera rayada blanca y negra, unos jeans rotos color pasta, su melena morocha sobre la espalda y sobretodo esas tan dulces pecas que bailaban en sus mejillas. Ni un segundo lo dudó y salio a su encuentro, como sorprendido por el impulso automático que su cuerpo le ofreció al comenzar la marcha. Saludándola como si de toda la vida se conociesen la invitó a tomar un café, eran las tres de la tarde. Entre historias y recuerdos, chistes y bromas, y algún que otro chamuyo se les hicieron las siete de la tarde. Ya era de noche; pero a él no le importó, porque ella era toda la luz que necesitaba. La acompañó a la parada, y en las tres cuadras de camino fueron levantando hojas rezagadas del otoño que a ella le gustaban, decía que eran para su cuaderno. Y él aunque no entendía mucho le daba el gusto, porque le fascinaba verla reír.
Cuando llegó el micro, como por impulso se subió con ella, desconcertándola un poco, pero para bien. La acompañó hasta la puerta de su casa, porque ya nada más importaba. Eran las ocho de la noche y el frío era bastante, pero el no lo sentía, la tenía agarrada de la mano y era en todo lo que podía pensar. Ella lo invitó a pasar, y el entró. Con música de fondo tomaron vino y él, mitad en broma mitad muy serio, le enseñó a degustar quesos. Bailaron juntos, se rieron juntos, y disfrutaron del otro. Para cuando quisieron darse cuenta, eran las tres de la mañana, y ella lo invitó a pasar lo que quedaba de la noche; él, fascinado, aceptó. Y fueron, sólo eso. Por el resto de la madrugada sólo fueron. Y ella lo vio, desnudo de alma, tocando su piel y su corazón. Acariciando su pelo y dejándolo amarla, y amarse siendo. Contó sus lunares, y con ellos dibujó constelaciones. El escribió poemas y canciones para ella. La hizo sentir amada, cuidada, especial. Se merecían; y ambos, juntos, fueron.
Cuando salió el sol ya eran uno, y eso no se borra, con nada. Ella le abrió la puerta, y él se fue a casa, no sin antes prometerse que se iban a volver a ver. Ella se quedó con su aroma. Y él llevaba en el bolsillo una pequeña hoja, probablemente de eucalipto, con un número de teléfono firmada con un corazón y el nombre de ella, que guardaría para siempre.
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