5. ¿Dónde lo conociste?

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—¿Hola?

—¡Richard! ¿Cómo estás? Ha pasado mucho tiempo.

—Señorita Amelie. Estoy bien, gracias. ¿Cómo le va a usted en París?

Amelie mordió su labio inferior, se apoyó contra el vidrio de la cabina telefónica y miró mas allá de la medianoche. Eran pasadas las once y la ciudad parecía una gran bola de luz luminosa en todo su esplendor. Aún llevaba la bata, y la blusa debajo de esta, pero no hacía nada para detener la fría corriente de aire que se coló por debajo. Se reprochó por no haber luchado un poco más para caber en su Jeans y tener algo que le cubrirían las piernas que se estaban poniendo heladas.

Su voz fue cándida cuando respondió:—Me va bien, la universidad es increíble. Estoy adaptándome. Dijeron que habrán cambios en el programa y creo que estoy siguiendo ese hecho.

Hubo un silencio súbito del otro lado de la línea telefónica. Ella apretó los ojos. Amaba lo que estudiaba, no dudaría de eso jamás, pero no amaba el hecho de que las personas en la universidad la miraban como una chica rara del cual alejarse. Estaba bien con las personas estando lejos, pero no por la razón de que ella era un bicho raro, le gustaba pensar que era porque pensaban que no hablaba bien el Francés. —¿Estas segura?

Richard no era simplemente su chofer, era su mejor amigo desde que tenía memoria. Él había conocido a su padre antes de que muriera en un accidente automovilístico y ella cada vez que trataba de hablar con él de ello, él o más bien cambiaba de tema o sólo se limitaba a responder con monosílabos. Él la conocía tan bien que podía identificar sus estados de ánimo a miles de kilómetros de distancia. Estando cerca lo adoraba por eso, pero estando lejos no tanto.

Ella suspiró y reunió el todo sentimiento para darle un sí. Él no pareció muy convencido, se dio cuenta por el silencio de un minuto. No soportó más y lo cortó preguntando por su mamá. No es que la extrañara, sólo que aveces esperaba algún milagro que la hiciese ser menos la señora remilgada que ella conocía.

—Ella está igual, Amelie. Sólo tienes que tener un poco de paciencia, las personas no cambian a menos que haya un hecho que los revuelva de adentro hacia afuera.

—Mamá está lejos de un cambio, seguro que ni siquiera se da cuenta de que no estoy en la finca. En todos estos años nunca se dio cuenta de que la necesito más como una madre y no como una maestra de buenas costumbres.

Amelie pensaba que Richard sólo se quedaba en la casa porque era amigo de su padre. Él no le debía nada a la familia, pero ella sabía que él pensaba de esa forma. No es como si él fuera el que estaba conduciendo el auto que asesinó a su padre, porque no fue así. Amelie lo pensó un tiempo, le dio demasiadas vueltas, pero la verdad era que ya estaría en la cárcel si así lo fuera. Y su madre le había repetido innumerables veces que las decisiones de su padre habrían sido mejores si hubiera pensado las cosas antes de salir de la casa. Ella hablaba siempre como si su padre tuviera toda la culpa, y la odiaba por eso.

—No puedo tomar el lugar de tu madre, pero puedes contar conmigo para lo que quieras señorita.

Amelie sonrió por primera vez en horas, se había sentido como si fuera una eternidad. Richard se encargaba de recordárselo siempre.

—Gracias, Richard.

—Y cuénteme más de su nueva vida en París; nunca he estado allí. Dígame, ¿Ha conocido a alguien? ¿A un chico?

Amelie tragó saliva y su sonrisa desapareció, como si nunca hubiera estado ahí.

Gael. Sólo él acudió a su mente cuando la pregunta fue hecha. Y eso que sólo lo había conocido unas horas antes de hacer la llamada en la cabina cerca de su pequeño apartamento.

La chica perfecta Donde viven las historias. Descúbrelo ahora