Capítulo 1: París.

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Su sedoso cabello castaño se iluminaba con el sol descendiendo delante de ella, flotaba en el aire como si las hebras tuvieran vida propia, aunque sólo era una mera acción del viento que traía consigo el olor marino.

Amelie extrañaría el paisaje delante de ella, proyectándose como una lenta película. El sol escondiéndose y desapareciendo en la playa. La infinita extensión de agua abarcando toda su visión. Ola tras olas chocando en las piedras debajo de sus pies, con un chapoteo que salpicaba el agua para que las gotas se extraviaran de nuevo en el mar en una mezcla de un intenso color azul.

—¿Nos vamos?

Amelie se giró al escuchar esa pregunta. Su mamá la contemplaba desde la distancia, la lujosa limusina detrás de ella creando el paisaje en el que siempre estuvo condenada a permanecer. Su mamá, Lucinda, ignoraba las maravillas del océano delante de ella y se centraba en las manecillas de su reloj de diamante.

Extrañaría San Francisco con todas sus entrañas, pero no a los habitantes en ella. Y no era un secreto que no soportaba a su madre y todas sus riquezas capaces de mandarla al otro lado del mundo.

Su atuendo era, como de costumbre, hecho de la mejor tienda del país, con hilos de oro y pequeños diamantes, que no eran de imitación, incrustados donde quiera que mirase.

Ella brillaba como un farol.

Amelie, como la hija de una dama que era, asintió con la cabeza. Aunque era la mentira más grande del mundo. No quería viajar, no quería ir a la mejor universidad de Francia. No quería regresar.

Por encima de todo, estaba harta de tener que estar cerca de su madre. Cuando ella la miraba, se miraba a ella misma en unos quince años.

Compartían el mismo cabello castaño y los ojos azules. Excepto que sus personalidades eran distintas, y eso era un consuelo para Amelie. No sería codiciosa, vanidosa y altanera como su madre.

—Vámonos —dijo en voz alta.

Su madre entró sin decir una palabra.

Era un consuelo su actual silencio ya que ganó la riña que tuvieron sobre la universidad en la que iría. Y ahora se dirigía a París para una nueva vida.

Un nuevo comienzo, sin que su madre ejerciera una autoridad sobre ella. Sin que eligiera sus amistades, sus vecinos, su relación. Aunque nadie se acercaba a ella sin pasar la aprobación de su mamá. Y si pasaba, bendito sea.

Pero para ella no servía todo el dinero del mundo, los regalos más caros o la mejor cena en el mejor restaurant. No importaba el bolsillo, sino la personalidad. ¿De qué te servía los billetes si no poseías cierto carisma?

Algo interesante de lo que hablar, que no sea la ropa de marca que se compró esa mañana, o el auto de lujo que estaba pensando comprar o todas las acciones que poseía. Ella no necesitaba escuchar eso en una cita. Aunque no sabía lo que quería escuchar, pero era verdad que no en cual casa de playa de lujo iría ese año.

Las parejas en el aeropuerto se despedían con besos y abrazos. Mientras ella se bajaba de la limusina sin decir una palabra a su madre.

Miró alrededor. Había accedido ir a París pero con la condición de que ella eligiera en cómo. No quería ir en el avión privado de la familia porque no quería llegar a París y que todas las personas la vean como alguien diferente.

Su madre se bajó sin alejarse mucho del automóvil. Hizo una mueca al mirar alrededor. De seguro la gente de segunda clase la ponía de esa manera.

—Acuerdate de comportarte como una dama.

Eso era lo menos que haría. —Claro, madre.

Su madre asintió, contenta con su respuesta.

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