Documento número dos

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No sabemos a dónde vamos

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No sabemos a dónde vamos. Ahí tienes una verdad por la que podríamos comenzar. Sé que es una extraña y cruda manera de abrir todo esto, pero las palabras ya están sobre el papel y tachar nunca fue lo mío. Aquí va otra de mis verdades: sigo siendo joven y sigo estando en desacuerdo con eso. Hablo de que a lo largo de mi vida no he hecho más que cuestionarme si es del todo necesario darme una categoría dentro de la sociedad. Como tachar, creo que no me va, o quizás en resumen sea sólo una simple etiqueta—como muchas otras—que utilizan las personas para sentirse parte de algo. No sé, no es de mi interés ser de esa clase. Evito las etiquetas, me salvo de los prejuicios y del mal sentimiento que genera sobreestimar a una persona. Esa es mi regla de oro y, por loco que suene, seguirla al pie de la letra me resulta demasiado fácil.

Casi como Pirrón, creo que no creer en nada es lo único que me trae paz.

Mi tercera verdad es que sé cuál es la cosa más triste del mundo: viajar en taxi. Me resulta extremadamente penoso, pero durante los últimos tres años tuve a alguien a mi lado que pudo ayudarme a verlo de otra manera. Esta particular persona veía la belleza en los días de lluvia incluso desde un oscuro taxi con olor a cigarrillo. Qué triste es poder decir que esa persona hoy está muerta, y qué triste es para mí tener que hablar ahora de él, pero creo que debo hacerlo. Necesito contarlo, o eso es lo que me dijeron. Veamos qué tan mal lo hago.

Creo que ya dejé en claro que no me van las etiquetas, pero hagamos de lado tal detalle y discúlpame por lo que estoy a punto de hacer. Creo que me veo incapaz de escribir el nombre de esta persona de la que pienso hablar así que utilizaremos otro método: darle un sobrenombre. ¿Qué te parece Berilio? Ya sabes, como el elemento químico. Al final del día, el nombre de mi difunto protagonista comenzaba con B, podríamos decir que esto se trata de un gracioso juego de palabras. Bien, Berilio amaba los juegos de palabras casi tanto como amaba la naturaleza y su propia vida. 

Una de las tantas cosas que compartíamos era esa extraña conexión que suelen tener dos personas lo suficientemente unidas como para poder pasar tres años seguidos manteniendo una bonita relación amorosa. Porque sí, Berilio y yo salíamos, sentíamos algo inexplicable llamado amor que vuelve tonta hasta a la persona más inteligente.

Permíteme remontarme al día en el que esta historia acaba y comienza. Digamos que es el punto por el cual quiero partir. ¿Sabes por qué hablé de lo patéticamente triste que me resultan los taxis con olor a cigarrillo los días de lluvia? Por si no lo sospechabas antes, la respuesta es que ahí me encontraba el diecinueve de febrero de un año cualquiera, dirigiéndome a quién sabe qué velocidad a mi casa luego del oscuro funeral al que había asistido. Adivínalo: se trataba del funeral de Berilio. El último adiós, o eso fue lo que me dijo una de sus amigas para despedirse de mí. Porque, creo que olvidé aclararlo, Berilio estaba enfermo, tanto como para irse y dejarlo todo. Tras un año de peleas y falsas esperanzas pudo irse para descansar en paz. Tras él sólo quedaron historias, memorias... cuántas cosas de las que no espero tener que hablar nunca. No estoy intentando decirte entre líneas que me duele esto. Lo esperaba, siempre supe que llegaría el día, y no fue una sorpresa para nadie la mala noticia.

Rosas para los muertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora