Capítulo XI: EL SEÑOR DE LA CAPA DORADA.

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Sorpresivamente todas las miradas y rostros cambiaron de dirección y de expresión, respectivamente: Un ser, de aspecto humano, mucho más alto que los demás, avanzaba hacia la roca circular llevando sobre sus hombros una vistosa capa dorada de refulgentes destellos. Su rostro "quijotesco" lucía una larga cabellera extremadamente blanca. Caminaba lentamente, mirando fijo al muchacho. Su mano derecha agarraba la verde empuñadura de una espada hecha completamente en cristal de esmeralda. Contra su otra mano golpeaba, acompasadamente, la pulida y perfilada hoja de la misma. Seguía avanzando; luego apuró el paso y, con una agilidad extraordinaria, saltó sobre la roca circular, ubicándose junto al muchacho que se veía muchísimo mas bajo. Luego, con gesto amenazador, levantó la filosa espada de esmeralda en posición de ser descargada en cualquier momento...
El muchacho permaneció inmóvil, demostrando aparente valentía, aunque interiormente su corazón parecía a punto de estallar de pánico y espanto; pánico a lo desconocido; pánico a lo que podría sucederle; pánico al dolor y... a la muerte. Pero, ¿y las palabras dichas por su guía? "Muchacho, eres inmortal; tú cuerpo es indestructible". ¿Y si no fuese así?

El polifónico enjambre de voces, turbias y mal olientes, volvía a inundar la caverna en una manifestación de asombro ante la presencia impactante y nauseabunda del Señor de la Capa Dorada, que ahora se movía cual felino al acecho, en torno al inmóvil adolescente. El rimbombante personaje caminaba en círculos por el borde de la roca pedestal; casi como danzando; lo hacía de una manera acompasada, levantando exageradamente sus rodillas, enfundadas en un amplio pantalón samurái. Rítmicamente iba cambiando la posición de la verde espada, siempre en alto, y... en todo momento amenazante. A cada paso que daba, al levantar muy en alto las rodillas, dejaba ver dos magnificas botas de lustroso cuero negro, en cuyo costado exterior podía leerse en letras doradas, sobre relieve, un nombre ya conocido y temido por los concurrentes: BELCEBÚ. ¿Era acaso el nombre de ese ser? Cada vez que giraba podía verse, dibujada en el centro de su capa, una gran flor en forma de estrella con pétalos de color amarillo y café; era una flor muy similar a la de una cactácea o suculenta, llamada "monstruosa", que expele un olor nauseabundo, tanto así que, curiosamente no atrae a las abejas sino únicamente a las moscas "posmortem".

El gutural sonido de los inquietos entes demoníacos comenzó a tornarse rítmico, siguiendo los acompasados movimientos de aquel ser de blanca cabellera y dorada capa. El muchacho continuaba muy quieto, moviendo solamente la dirección de su mirada; sin embargo, su mente era un torbellino de luces que le impedían pensar con claridad. A ratos, esas mismas luces inquietas, parecían detener su galáctico movimiento; deteniendo con ello el tiempo y congelando las imágenes; y anulando el gutural vociferío que enmarcaba la ceremonia de iniciación.

Sorpresivamente... un trueno subterráneo, seguido de un corto pero fuerte movimiento telúrico, interrumpió brevemente el ritual que prosiguió de inmediato.

El ente de la capa dorada se detuvo detrás del adolescente y, levantando aún más su refulgente espada verde, se preparó para descargarla sobre el cuello de éste, por el flanco izquierdo; sin embargo..., no alcanzó a realizar tal simbólica descarga, puesto que nuevamente la tierra bramó y, ahora con mayor insistencia e intensidad. El fuerte movimiento sísmico hizo saltar, desde la roca circular, al hombre de la espada en ristre, sin soltarla. Acto seguido, se sintió otra poderosísima explosión y, la cavidad volcánica, la caverna en cuestión, comenzó a partirse en dos. Por la ancha grieta y demás fracturaciones que se iban produciendo, emanaba una espesa mezcla de gases sulfurosos, fuego y material rocoso incandescente. Los entes demoníacos desaparecieron del lugar, de la misma forma como habían llegado.

Afuera, y no muy lejos, los moradores del pueblo andino, una vez más contemplaban, muy asustados, la violenta erupción, e insistían que era una manifestación de enojo de la "Pacha Mama".

Mientras tanto, en las entrañas del volcán, el muchacho sintió que se hundía junto con la roca circular que bamboleaba peligrosamente, como una pequeña balsa sobre aquel turbulento río de lava rojiamarillento que fluía sin cesar. En ese instante se desprendió una enorme roca desde el cielo raso de la caverna, cayendo muy cerca de donde se encontraba el muchacho. La lava ardiente lo salpicó casi por completo, menos la cara y el cabello. Literalmente quedó bañado con ella; sin embargo..., ésta no lo quemó; tampoco ardían sus ropas; ni siquiera el calor envolvente (que era extremadamente alto) le causaba el más mínimo daño. Algo muy extraño había ocurrido con él; con su cuerpo; con su indumentaria; quizá con su propia estructura a nivel atómico. Ningún ser humano, ningún ser viviente hubiese sobrevivido en aquel infierno. El incandescente material pétreo chorreaba por su cuerpo dando la sensación de ser algo tan inocuo como una especie de pintura humeante de un tono rojo vivo. El sorprendido muchacho pensó que, efectivamente, se había transformado en un ser indestructible. Pero, y si los demás entes demoníacos, o lo que fuesen, supuestamente eran indestructibles, ¿por qué habían abandonado el ritual? ¿Por qué lo habían dejado solo? No entendía tal actitud. Algo no estaba bien.

Otra aterradora explosión cambió el curso de sus pensamientos. Deseó, con todas sus fuerzas, salir de allí; escapar de esa pesadilla de fantasía; despertar..., despertar..., despertar y volver a la realidad de una vez por todas. ¡Basta ya! ¡No más!

Y, como todo menor de edad; como toda criatura de la tierra al sentirse desamparada, pensó en sus progenitores; pensó en sus padres sin lograr recordar con exactitud la fisonomía de éstos. No obstante, deseaba ansiosamente estar junto a ellos; fuesen quienes fuesen; estuviesen donde estuviesen. Necesitaba protección. Y, como le dijo el anciano Ominoreg: lo que deseara se le cumpliría.

Otra explosión, mas suave.

Sintió como si se fuera a desmayar; respiraba los venenosos gases calientes, pero no le causaban daño alguno. Otra era la razón del desvanecimiento. Se arrodilló sobre la inquieta piedra circular que aún seguía bamboleándose sin cesar, flotando fuera de toda lógica en aquel río de material ígneo. Acto seguido, pareció desmaterializarse; era energía pura; un torrente de átomos que a una velocidad increíble cruzaba todo obstáculo material. Le parecía estar atravesando un larguísimo túnel de luz negra; un túnel de aire a presión, que luego ascendía en chorro, casi verticalmente, para luego volver a descender como si de una montaña rusa se tratase. Sentía que su cuerpo atravesaba la roca misma sin ofrecer resistencia alguna; no podía abrir los ojos, por lo tanto nada podía ver. Tampoco le era posible escuchar sonido alguno. Nada de nada. El mismo era... nada. ¿O no?

Era la sensación más extraña que jamás hubiese imaginado. Una vez más, pensó que nada de eso podía ser posible, y que todo no era más que una pésima pesadilla en un mundo de fantasía. La sensación no tenía lógica alguna; ¿era acaso, ésta, la misma sensación que se experimenta al cruzar el umbral de la muerte? ¿De la vida quizá? ¿En qué planos ínter dimensionales se encontraba? ¿Hacia adónde iba?

UN PUEBLO LLAMADO DESOLACIONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora