Capítulo IX: SED DE LUZ.

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Ahora, el silencio comenzaba a invadir la caverna volcánica y, la "penumbra amarilla" fue tornándose lenta y fatídicamente negra, llegando a la oscuridad total. Era la máxima expresión de la negrura. Ricardo Antonio no sabía qué había pasado. No veía absolutamente nada. Pensó que había quedado ciego. En su desesperación, no sabía si clamar a Dios..., o invocar al Demonio. Tenía que pedir ayuda, pero... ¿a quién? Optó por clamar ayuda al viejo Ominoreg, aunque sabía que sería poco menos que imposible obtener de él la "tabla de salvación" en medio de esa turbulenta situación. Y gritó, gritó y... gritó, como un enloquecido:

___ ¡Maestro..., maestro Ominoreg! ¡Maestro, por favor ayúdeme; no me deje solo, por favor se lo pido! ___ La última palabra se prolongó lastimeramente en el decreciente sonido de un eco ultratumboso que se desvanecía en la nada; luego, y como única respuesta, se escuchó una estridente y sarcástica carcajada que retumbó, varias veces, en el interior del volcán andino. Era un sonido doloroso, insoportable. El muchachito se tapó sus oídos con ambas manos. Su frente transpiraba copiosamente, sin sentir calor; era un sudor helado, pegajoso. Su respiración era irregular y su corazón latía con mucha velocidad; a la velocidad de su desesperación. Sentía la garganta seca, muy seca. Una sed insoportable. Sed de luz; sed de vida. Ansias de beber el vital elemento que... ya no lo veía, pero que no debería estar muy lejos. Seguía pensando que quizá estaba totalmente ciego. Restregó sus ojos con fuerza; sin embargo, lo único que consiguió fue un terrible dolor, como si le hubiese caído ají molido dentro de ellos, ya que sus manos estaban impregnadas de azufre. Era un ardor incomodo; las lágrimas comenzaron a invadir su cara, mezclándose con el sudor que bajaba desde su frente. Rápidamente, las salobres gotas corpóreas fueron aumentando de caudal y, corriendo vertiginosas por ambas mejillas, empezaron a inundar la comisura de los labios entreabiertos del sureño muchacho.

Ahora bebía sus propios fluidos salados, pero no eran suficiente para calmar su sed. En un chispazo de cordura, recordó que cerca de él estaba el jarrón con agua pura, e intentó buscarlo a tientas por sobre la roca circular. Sus manos palparon la fría superficie pétrea y comenzó a deslizarlas muy lentamente, temiendo volcar el jarro con algún movimiento mal calculado. Cada segundo le parecía un siglo; cada minuto.... una eternidad.

Nada, nada de nada... De pronto, sus dedos parecieron reconocer algo; era la bandeja; luego tocó el charqui de llama (la carne seca), y sintió una sensación de alegría, porque sabía que a pocos centímetros debería estar el jarrón con agua. En medio de la absoluta oscuridad, movió, cuidadosamente, su mano derecha hacia el centro de la roca, y... ahí estaba lo que buscaba. Lo llevó a la altura de sus labios con el propósito de beber hasta agotarlo, pero una fugaz conclusión lo contuvo un instante: "¡Qué extraño! Si estoy en el interior de un volcán, ¿por qué, hace un rato atrás yo podía ver a mi alrededor, y ahora no? Se supone que en esta caverna no hay fuente de iluminación, ninguna... Eso es... Entonces, yo no estoy ciego; claro que no. Ahora voy entendiendo: sólo perdí la capacidad de ver en la oscuridad, porque... Ominoreg me la dio y, él me la quitó cuando me negué a beber su pócima". ___ y siguió razonando ___ " Ahora, ¿qué ocurriría si intento, una vez más, beber agua con azufre? ¡Sí, eso haré, con moderación, por cierto! Puede que muera envenenado, lo sé, pero... si no lo intento, moriré de todas maneras.

Se arrodilló lentamente junto a la roca, llevando en su mano izquierda el jarrón con el líquido elemento; con su otra mano cogió un puñado de polvo azufroso desde el suelo. Calculó un momento su decisión y luego lo depositó dentro del recipiente de cristal. Sus ojos ya reventaban de dolor; no obstante, procuró aguantarse un poco más. No quiso volver a restregárselos; hubiese sido peor. Debía ser fuerte, resistir. Y, concentrando toda su fuerza de voluntad en procura de ingerir aquel líquido picante y mal oliente, se puso el jarro entre sus labios y, aguantando la respiración, empezó a beber..., beber y beber. Y continuó...

Un extraño placer lo inundó por dentro. Comenzó a sentirse notablemente bien; luego, mucho mejor; enseguida, excelente; finalmente... ¡fantástico! El dolor desapareció de sus irritados ojos; la angustia, el hambre y la sed también. Rápidamente la oscuridad dio paso otra vez a la penumbra amarilla; aquella penumbra que le permitía ver, sin entender cual era la fuente lumínica.

Renovadas energías lo hacían sonreír, como si alguna droga causase en él algún efecto estimulante. Sintió una felicidad interior inexplicable; y, lo más increíble, sintió deseos de seguir bebiendo de aquel líquido amarillento sulfhídrico, puesto que le encontraba un exquisito sabor y aroma a té frío, reconfortante y casi dulzón. El muchacho ya no era una persona normal; de haberlo sido estaría muerto. Sin embargo...

Se puso de pie; luego dejó el jarrón sobre la roca circular. Alzó los brazos, lo más que pudo, y esbozó una leve sonrisa de satisfacción, mientras observaba aquel vacío recipiente de cristal. Su bata clínica, manchada de sangre reseca y polvo de azufre, era un desastre de indumentaria, que poco le importaba. Tampoco le importaba andar descalzo, y, mucho menos le importaba su desordenado cabello rubio.

Su sonrisa fue transformándose en una risa suave, acompasada, casi rítmica. Luego pasó a ser una risa sonora, algo nerviosa, anormal, histérica, hasta que, progresivamente aquella risa incontrolable llegó a transformarse en una horripilante carcajada; una carcajada infernal, tan estridente como la del mismísimo demonio. Y aquella carcajada continuaba, sin detenerse; con multitudinarios ecos y estruendos, pareciendo que las entrañas del volcán iban a estallar en cualquier momento. Otro poderoso ruido subterráneo acompañó aquel concierto satánico, y... la tierra comenzó a temblar; primero suavemente; luego, con una inusitada violencia. Parecía ser el fin de todo, o... el principio de "algo terrible".

A pocos kilómetros de distancia, en un pequeño caserío altiplánico, los lugareños eran presa del pánico al ver que ese enorme volcán cercano comenzaba a vomitar negras y espesas fumarolas de humo, a la vez que atronaba amenazante, mientras el temblor amainaba. El sismo fue corto; no más de un minuto, pero asustó, principalmente a los más adultos, a los más viejos. Luego, la "Pacha Mama" (Madre Tierra), quedó quieta, aunque las oscuras fumarolas seguían saliendo, ensuciando el cielo azul de las alturas andinas.

Un cóndor pasó volando a poca distancia, y unos niños morenos, de ojitos achinados corrían, inocentemente tras él en un vano intento de persecución. Era sólo un juego de niños en las alturas de los Andes, despreocupados del despertar del volcán. Para ellos no tenía importancia; no sentían miedo; era algo común. No lo sintieron hasta que... una muy poderosa explosión fracturó un costado del enorme cerro y las piedras incandescentes volaron por el cielo y un rojísimo río de fuego comenzó a bajar por la ladera. Ello hizo que un asustado rebaño de llamas asilvestradas bajara corriendo, desordenadamente, en busca de refugio, alejándose del peligro inminente. Y, por un momento, por un corto instante, sus cuerpos parecían antorchas vivientes, al ser iluminadas por el rojo resplandor que lo cubría todo. Luego todo volvió a la calma, y poco a poco, el viento se encargó de limpiar el cielo, llevándose parte del humo en una larga pluma que se perdía hacia el oriente. El cóndor nuevamente pasó en vuelo rasante y emitiendo un fuerte graznido pareció llamar a los niños, de rostros morenos y ojitos achinados, que ahora sí estaban asustados. Pues, nunca habían visto al volcán tan enojado. Nunca...

UN PUEBLO LLAMADO DESOLACIONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora