Capítulo XII: AL COMPÁS DEL SILENCIO

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En el exterior era de día, temprano, el cielo estaba parcialmente nublado con cúmulos pardo cenicientos que avanzaban silenciosos hacia el este. La brisa helada de la mañana acariciaba suavemente el rostro del muchacho que parecía dormir profundamente, en una posición evidentemente incómoda, sobre el duro suelo de la pampa nortina. Sus rubios cabellos desgreñados danzaban como flecos de oro al compás del silencio matinal. Lo curioso era que, ahora, ya no estaba vestido con la indumentaria que había imaginado (visualizado) junto al anciano Ominoreg, sino que, nuevamente aparecía con la bata clínica tal cual como en el momento exacto de esfumarse de sus perseguidores, es decir, blanca pero salpicada de sangre; sus pies desnudos, blanco azulados.

A lo lejos, los cerros nortinos mostraban esa arrugada piel milenaria tatuada de gigantescas llagas abiertas y resecas, que iban cambiando de tonalidad conforme se filtraba algo de luz y sombra desde las alturas; desde ese cielo caprichoso que aún nos oculta infinidad de misterios.

Dos negras aves de rapiña, enormes, batían con torpeza sus poderosas alas e intentaban picotearse sus propios ojos en una aparente lucha de poder. Estaban en tierra, muy cerca del aparentemente adormecido adolescente; pero lo ignoraban por completo, como si sus abultados buches estuviesen atestados de carne descompuesta y ya no les estirasen más. De pronto, una de las aves emitió un estridente y agudo graznido al sentirse fuertemente picoteada por la otra. El muchacho no despertaba. Las aves continuaban jugueteando a ras del suelo hasta que una de ellas se posó sobre el pecho del pálido y rubio muchacho, que parecía no sentir la presencia del negro plumífero. Lanzando un breve graznido, la otra, imitando a su congénere, también se posó sobre el imperturbable adolescente y, así, ambas carroñeras quedaron finalmente quietas, dormitando, desganadas e inofensivas.

Un poco más allá, un montón de chatarras de lo que antes fuese un poderoso Land Rover ponía la nota trágica, sirviendo de marco a una escena macabra..., relativamente fresca.

Estando en una dimensión desconocida, atemporal, el muchacho había deseado estar junto a sus padres "estuviesen donde estuviese". Y, su deseo fue cumplido. Su cuerpo, ahora indestructible, yacía exactamente en el mismo lugar donde cayó al producirse el fatídico accidente; pero... su alma luchaba contra la corriente, como un empecinado salmón nadando río arriba. Su acción fue irreversible; su alma y su cuerpo estaban separados, y Ominoreg nunca le dio la clave para materializarse de manera íntegra; humana; de carne y hueso. Quizá la clave estaba en el ritual de entrega... que no se concretó.

Una de las aves de rapiña abrió sorpresivamente las alas y saltó a tierra en persecución de un pequeño pedazo de papel blanco que la brisa matinal había desprendido de entre los restos de la accidentada máquina, desplazándose a ras del suelo, semejando una diminuta paloma aterida de frío. Al darse cuenta de su equivocación, regresó a posarse sobre el muchacho y, mirando con estimulado apetito hacia el rostro de éste, le dio un certero picotazo en el ojo izquierdo; luego otro picotazo más; no obstante, el rubio adolescente no despertó ni sufrió daño alguno. Luego, ambas aves iniciaron un feroz trabajo en procura de desgarrarle la carne del rostro, mas al encontrarse con algo tan duro, como la roca misma, desistieron de todo intento y se fueron a otro lugar.

Al compás del silencio la vida seguía, de manera distinta: sin alma, sin rumbo, sin tiempo, sin guía..., en un inexplicable estado de la materia. Materia que, en un futuro no muy lejano, revolucionaría la industria en general.

UN PUEBLO LLAMADO DESOLACIONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora