La boda

2.6K 160 35
                                    

Tenía una sensación extraña en la boca. Algo me faltaba. Sentía un hueco horrible y la falta de un órgano que siempre había estado allí. Desperté acostada en mi cama, con una venda en el cuello y cubierta con cálidas cobijas. No me moví de ahí los primeros días. La única diferencia entre estar despierta y dormida era si abría los ojos. Conté las grietas del techo y me perdía en mis pensamientos tantas veces que empecé a imaginar cosas.

Las pesadillas me atormentaban. A veces era Antonio cortandome la lengua una y otra vez. A veces era él mutilando mi cuerpo sin piedad, sin que yo pudiese hacer algo. En esos sueños nunca podía hacer nada, nunca podía defenderme. Esos eran los más recurrentes y que me dejaban sudando y temblando en medio de la noche.

A veces simplemente recordaba mi infancia. Soñaba con Mila y mi madre, divirtiéndose conmigo, como en los viejos tiempos. Siempre sabía que eran sueños de los que debía despertar, aún durmiendo sabía que esa felicidad se esfumaria en cualquier momento.

Había una mucama que venía todos los días a alimentarme, era Rosa. Ella me llevaba a la boca líquidos sin sabor y algunos analgésicos. Tragar se había vuelto algo complicado. Recuerdo sus ojos cargados de lástima y compasión, su voz triste leyendome libros que olvidé. Nunca la escuchaba realmente y ella lo sabía.

También me obligaba a salir de la cama e ir al baño o tomar una ducha. Yo solo respondía a sus órdenes mecánicamente, me había vuelto un cascarón vacío sin voluntad alguna, que vive solo porque no se pudre.
Mi mirada estaba muerta, sin ningún brillo.

No sé cuánto dure en ese trance.

Pero salí de él cuando Rosa entró a la habitación con una gran caja en sus regordetas manos. Su expresión resignada me lo dijo todo, su mirada cansada me pedía perdón. Otra mucama venía atrás de ella con un gran estuche. Ella también me veía con una profunda lástima.

Yo comencé a llorar con los ojos cerrados, lo más silenciosamente posible. Lloraba de frustración más que de tristeza. Ninguna dijo nada mientras se recogían mis cabellos en un elegante peinado y me maquillaban para la ocasión.

Me iba a casar en unas horas.

De la gran caja salió un magnífico vestido. Ostentoso y lleno de detalles bordados. Me desnudaron con delicadeza y nunca sentí mi cuerpo tan frágil como en ese momento. Había adelgazado terriblemente y se me marcaban las costillas en mi piel pálida. Sentía demasiado descubierta la espalda cuando me pusieron el vestido, pero me sentía peor por dentro.

Rosa tomó mi mano y me dejé guiar hacia una limosina negra enfrente de la casa. Un hombre canoso se presentó como el chófer e inclinó respetuosamente la cabeza en saludo. Me extendió una pequeña hoja doblada que acepté confusa.

—El señor Downes lo manda —explicó.

Desdoble la nota con parsimonia, estaba escrita con una elegante caligrafía en tinta roja que decía: "Será mejor que sonrias o tu mejor amiga lo pagará."

Le sonreí al chófer cuando me abrió la puerta.

El trayecto fue rápido, ni siquiera pude mentalizarme cuando el auto se estacionó frente a una gran iglesia que nunca había visto. Junto a las inmensas puertas de la entrada había un par de muchachos con traje de meseros charlando y John pisando el suelo con impaciencia.

Me recibió con una sonrisa falsa y me entregó un bonito ramo de flores blancas. Los meseros se apresuraron a abrir las puertas, dejándome a la vista de un montón de personas que no conocía, quiénes se levantaron de sus asientos y clavaron su visita en mí.

John me extendió su brazo con formalidad y me llevó al altar con el coro tocando bridal show de fondo. Las mejillas me dolían por forzar la sonrisa y me ardían los ojos. Sin embargo, me mantuve recta y firme.

Antonio lucía impecable, un reloj de oro brillaba en su muñeca y una gran sonrisa relucia en su cara. Cuánto me hubiese gustado darle un puñetazo en la cara. En lugar de eso tomé su mano con un cariño irreal considerando la farsa.

La ceremonia empezó y fingí concentrarme en la misa. Sentía la mirada de Antonio de vez en cuando, vigilandome disimuladamente, no me inmute. Pensé en mi madre, en Mila, en mis clases de violín, en mi adorado colegio, en mi libertad. Pero no derrame ni una sola lágrima, ya había llorado demasiado.

—Amelia Jacobsen, ¿aceptas a Antonio Downes como tu esposo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte los separe? —Muerte. Eso sonaba como una excelente idea.

Asentí con un entusiasmo no tan fingido. Muerte, muerte. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Sería tan fácil y acabaría con todo.

Sonreí justo en el momento que los labios de Antonio se posaron sobre los míos y la gente aplaudía con vigor. Sin embargo, mi alegría nada tenía que ver con la boda.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Aug 21, 2017 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Me PertenecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora