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Tesoro

Recordando el largo camino, las peleas, discusiones, comentarios halagadores, a veces ofensivos. Los besos, los abrazos, los golpes en el hombro por parte de ella, los cabellos salvajes y fueras de lugar a causa de la mano masculina. Ninguno de los dos pensó que aquello fuera posible.

Era como un sueño.

Claro, para su perspectiva todo era perfectopero sin llegar a lo cursi. Un pensamiento en sincronía con el del hombre, cuyo corazón latía desbocado pero a un ritmo regulado. Río al notar que aún provocaba esos nervios que debieron haberse desprendido de la personalidad de él, al menos para con ella.

Podía sentir el cuerpo tenso de su progenitor, todavía renuente a entregar a la pequeña que había nacido del amor con la que era su madre. Sin poder evitarlo meneo la cabeza, con una sonrisa burlona en su cara. ¿Es que tenía miedo de que desde ese día dejaria de ser oficialmente su hija?, ¿Pensaba que no le querría más?

Las posibilidades bailaron en su mente con cada paso que daba. Tras unos minutos, dedujo que ninguna de esas eran las razones, sino que, al igual que todos los que ahora tenían sus ojos fijos en ella, esperaban que no hiciese alguna estupidez durante la ceremonia.

Rodó los ojos, agradecida por el voto de confianza.

Por otra parte, los ojos ambarinos no se habían despegado de la figura ataviada con el vestido de color blanco y rosado, con listones rojizos, y el velo hecho de seda, transparente al grado de que el cabello suelto y ligeramente ondulado adquiría un brillo aún más intenso.

Se veía, no solo hermosa, sino que además lucia como lo que siempre había sido. Una mujer.

Rememorando todas las cosas buenas y malas, estúpidas, absurdas y demás. Se permitió vagar entre sus propias memorias, recordando todas las ocasiones en que la había admirado en ocasiones por lo bella que lucía, y en otras por las sorpresas que ella podía sacar de la manga.

Cuando la conoció no era más que una niña, cuatro años menor que él. Una niña de cabello negro y largo, siempre recogido, tentándole a soltar esa vincha que mantenía presas las hebras de cabello tan oscuras como las profundidades de un abismo sin fin. Una pequeña chica de ojos jade, besados por el brillo de las perlas más blancas que uno encontrase en el mar. La piel tan blanca, pálida como los lirios que crecían en los jardines del palacio que él solo recoger para su madre. El cuerpo pequeño similar al de una muñeca.

Eso sí, solo era la superficie, solo eso. Pero esa fue la primera vez que se vio hechizado.

La segunda fue al verla combatir.

Los movimientos fluidos, calculados con precisión, ejecutados con astucia e inteligencia eran como un baile, uno donde ella era quien mandaba, quien atraía a su pareja, para luego soltarla sin miramientos. Su cuerpo recubierto de tierra adquiría un matiz feroz, pero a su vez poderoso. Una hermosura exótica, casí salvaje, natural.

Esa fue la segunda vez, y la definitiva.

Desde entonces siempre se había mantenido viéndola, en silencio, esperando que ella no notase el afán con el cual quería grabar cada detalle de su rostro, registrar en su mente cada palabra que saliese de sus labios, y advirtiese cuando una sonrisa se formase en aquellos labios pequeños y jodidamente bonitos al grado de que su mente pensase en emboscarla con un beso sorpresivo.

Durante su viaje siempre se mantuvo cuidando de ella, de su corazón, consolándola cuando Sokka sin darse cuenta. Después fue con respecto a cada pretendiente que se le acercase, no mejor dicho con cada hombre en general. Teo, Haru, y muchos otros que solían socializar con ella. Claro, inconscientemente lo hizo hasta que Aang, una tarde tras la guerra en una visita, le había dicho durante la hora del té:

Dura Como Una RocaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora