Pasé una mano por mi frente, para limpiar el sudor que allí se había recogido, luego salté al siguiente contenedor y terminé de asegurarlo a la embarcación. Ser estibador era un trabajo demasiado problemático para mi gusto, en especial porque a mí el trabajo duro no me venía muy bien que digamos, pero era sencillo hasta cierto punto y lo único que podía darme el lujo de ejercer ante mi falta de estudios superiores, otra actividad que me inspiraba más pereza que interés.
Salí al puerto y observé la hora en mi celular, el sol estaba pegando inusualmente fuerte ese día, ignoré el rugido de mi estómago al descubrir que era justo medio día y me dispuse a seguir dando vueltas por el lugar a la espera de algún otro trabajo que poder realizar al tiempo que aprovechaba de mirar con recelo la maquinaria pesada que los más afortunados debían manejar para la carga y descarga de la mercancía.
La suerte era algo que se necesitaba en ese mundo para tener un puesto más o menos cómodo yo, por ejemplo, había agotado todo mi buen augurio después de que mi padre muriera y me heredara el trabajo de estibador mientras que otros gozaban con buenos contactos y títulos que acreditaban su manejo para las grúas y esas cosas, papeles que a mí me faltaban y que jamás me dieron las ganas de sacar; bufé resignado, si mi padre hubiera estado vivo habría intercedido por mí para hacer que dejara de arriesgar mi vida entre camiones y embalajes, después de todo yo había crecido en ese mundo y sabía manejar tan bien un vehículo carguero como una bicicleta pero, claro, la vida no era una escuela certificada y no te entregaba un diploma cada vez que aprendías algo nuevo en ella para ir a presumirlo por ahí como si fuera la gran cosa.
Chile estaba repleto de pura basura y Valparaíso no se libraba de ello, por más pintas de patrimonio que luciera en las revistas de turismo, incluso podía decir que tanto extranjero rondando por ahí no hacía más que aumentar la podredumbre humana que cada día se dedicaba a fermentar como un repugnante cultivo de bacterias demasiado descontroladas como para permitir la duda siquiera de poder detener su expansión. Pero al menos había lugares peores, o eso me gustaba pensar, lo que Valparaíso no tenía en calidad de personas se compensaba maravillosamente con su exquisito panorama arquitectónico, heredado de viajeros antiguos de nombres olvidados.
Pensé en el resto de Chile y observé el cielo, lamentando que lo poco que quedaba de valor en mi país se consumía cada año por los incendios anónimos que se desataban por doquier, caí en la cuenta de que el calor no se iría ese día y me pregunté cuántos hijos de rusos quedarían dando vuelta por ahí luego de que el Luchín abandonara nuestras tierras. Sonreí divertido, aún en medio de una catástrofe los chilenos nos las ingeniábamos para bromear al respecto, no supe si debía regodearme por el ingenio de mi raza o llorar por la estupidez a la que me condenaba la genética pero antes de poder cuestionarlo por demasiado tiempo una voz alegre y familiar llamó mi atención desde la lejanía.
Detuve mis pasos y elegí mi mejor máscara "compadre" para girarme y recibir al único amigo estibador del que podía presumir cuando alguien me preguntaba. Antol era un mestizo, medio italiano medio indio, al que conocí en ese lugar y con el cual me llevaba bien porque era el único que lograba soportar mi antipatía de forma voluntaria, desconocía las razones de ello pero realmente me daba igual ¿Quién era yo para cuestionar de quien se hacía amiga la gente?
Levanté una mano a modo de saludo y observé con detenimiento como se acercaba, con su sonrisa europea contrastando con su piel de latino, en cuanto estuvo frente a mí el motivo de mi búsqueda se manifestó con la simpática imagen de Carrera quien parecía querer guiñarme un ojo desde el papel. Recibí la pequeña fortuna con una sonrisa sin voz para luego guardarla en el bolsillo trasero de mi pantalón.
Por lo general eran los encargados quienes repartían el dinero de los contenedores que no tenían dueño, se encontraban rotos o simplemente no había quien quisiera llevárselos; estos eran pesados, tasados y el dinero resultante se repartía entre todos los estibadores del lugar; la verdad podría parecer un negocio justo de no ser que en Chile el reparto de las fortunas estaba en manos de personas que se adjudicaban la mayor parte del pastel y muchos terminábamos por no recibir la parte que nos correspondía o, en el mejor de los casos, nos llegaba un montón mucho más reducido al original.
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cuando se fractura el alma
General FictionSientes que todo se distorsiona y se va fragmentando con la dolorosa lentitud de una espera que parece no tener intenciones de terminar. Buscas escapar y alejarte hasta que los hilos del recuerdo se rompan, que todo lo que fuiste y quisiste ser, se...