Casa Embrujada - 3

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No le conté a Ariel mis planes para esa noche

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No le conté a Ariel mis planes para esa noche. Esperé a que se durmiera y recién entonces me abrigué, me colgué al hombro la funda de mi katana y salí, justo a tiempo para tomar el último colectivo a Villa Los Coihues.

La calle que bordea el lago Gutiérrez hacia la Cascada de los Duendes (nombre nuevo y turístico al que no terminaba de acostumbrarme) estaba vacía y silenciosa. En un par de meses se llenaría de turistas a pie y en auto a toda hora, pero en plena primavera todavía estaba tranquila. Caminé a buen ritmo hasta poco antes del límite del ejido municipal con el Parque Nacional, donde terminan todas las construcciones y el alumbrado público. Crucé el alambrado y el jardín invadido de mosqueta hasta la casa, ubicada a sólo diez metros de la orilla del lago. Me detuve a observarla. Oscura y silenciosa, las ventanas tapiadas, con un aire entre cándido y misterioso bajo los coihues que le daban sombra durante el día. La casa embrujada perfecta para la primera aventura de los chicos del barrio.

Que nadie deshaga lo que Dios ha hecho.
Que las sombras no profanen los dominios de la luz.
Que el mal devenga en bien.

Parecía ayer cuando mamá y yo habíamos rezado juntas en ese mismo lugar, perdidas en el resplandor deslumbrante del sello al activarse.

Ya no importaba cómo se había liberado ese perro infernal.

Le quedaban minutos de vida.

Entré por la puerta principal a un recibidor minúsculo, de donde salía el corredor al que se abrían las habitaciones de la planta baja y la escalera a los dormitorios en la planta alta. El polvo de años en el suelo de madera mostraba huellas que iban y venían. Todas eran humanas ahí frente a la puerta. Pero apenas avancé dos pasos por el pasillo en penumbras encontré la primera señal que buscaba: una huella diferente. La planta y tres garras, un rastro como de barro entre las huellas de pies. No olía a barro. Era la huella de una pata ensangrentada. De modo que el perro estaba libre pero no había dejado la casa.

Lo mejor era empezar revisando los pentagramas del sello en las distintas habitaciones, y después ver si el principal estaba intacto. Abrí con cautela la primera puerta a mi derecha y me acerqué hasta el dibujo que yo misma hiciera en la pared lateral, veinticinco años atrás. Entonces sentí que me caía encima una avalancha de hielo, dejándome paralizada y sin aliento: una línea roja, oscura, cruzaba el pentagrama de lado a lado, en diagonal. Retrocedí de forma inconsciente ante aquella muestra irrefutable que cristalizaba mi peor sospecha. Noté que me temblaba la mano al palpar la línea roja, y me tembló más aún al olerme los dedos.

Sangre.

Ahí había estado alguien que sabía demasiado sobre sellos. Alguien que sabía cómo romperlos. Pero eso no era todo. Esa persona no lo había roto del todo: lo había debilitado sólo lo necesario para liberar al demonio, pero manteniéndolo atado a la casa.

Miré a mi alrededor con otro escalofrío.

Por primera vez en mi vida me pregunté si podía haber caído en una trampa.

No tuve ocasión de pensar mucho más al respecto. Un rasguñar sordo se acercaba por el pasillo, el sonido inconfundible de garras arañando el suelo de madera a cada paso.

Giré al mismo tiempo que arrancaba la katana de su funda de tela. La empuñé en el preciso momento en que una sombra se proyectó en el piso frente a mí. La sombra de un animal de forma canina, más alto que un gran danés. Ocupó el hueco de la puerta y soltó un gruñido gutural que levantó eco en la casa vacía. Su cuerpo se encendió, el largo pelaje convertido en llamas ondulantes. Apreté la empuñadura de la katana y separé las piernas, preparándome para su ataque.

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