Un Día a Contrapelo - 2

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—Lu, qué suerte que llamaste, estaba buscando tu número.

Cuando un transportista que contrataste te saluda de esa forma, es el momento justo para empezar a buscar alternativas de emergencia. Eso hice, escuchando sólo a medias las excusas que Chapi intentaba darme. El chofer de su kombi estaba descompuesto y tenía ese servicio de todo el día colgado, así que iba a tener que cubrirlo él y todavía no encontraba alguien para manejar el minibús y hacer la entrada del aeropuerto que me había confirmado diez días atrás.

—Voy a seguir buscando, pero si conseguís alguien más, mejor. Avisame nomás. Voy a tener señal hasta las diez.

Gracias, Chapi. Te aviso. Y que te garúe finito.

—¡Buenos días, Vietnam!

La voz de Lucas desde la puerta del local no contribuyó a mejorar mi humor, pero tenía que concederle el acierto de su saludo. Hay mañanas en las que el turismo es una batalla tan cansadora como inútil. Llegó como siempre, perfecto, de punta en blanco, brillante y alegre como un cascabel. Hasta me sonrió.

—¿Todo bien? ¿Lista para recibir a los niños de tus ojos?

Mauro le ofreció un mate antes que le contestara. Mejor así, considerando que teníamos por delante una semana entera de trabajo cotidiano juntos. Me puse a revisar la agenda de transportistas. Era la peor hora para encontrar a alguien. Los que tenían servicios ya estaban en la calle, y los que no tenían servicios, estaban en sus casas durmiendo con el teléfono apagado. Al séptimo llamado infructuoso, Mauro interrumpió su charla con padre e hija y me preguntó qué pasaba. Se lo expliqué en tres palabras.

—¿A qué hora entran? —intervino Lucas.

Qué carajo te importa. Tragué. No me importó sonar poco amable.

—A partir de las 18.30.

—Yo puedo entrarlos.

Lo enfrenté ceñuda y noté que la expresión de Mauro se iluminaba.

—¡Claro! ¡Vos tenés registro profesional! —exclamó, y se volvió hacia mí con una gran sonrisa—. Si Chapi tiene el mini sin chofer, que pase a dejarlo. Lucas puede manejarlo cuando vuelve de Circuito Chico.

Era la solución perfecta, por supuesto. No encontré ninguna excusa para negarme. Me encogí de hombros marcando el número de Chapi. Mientras me ponía de acuerdo con él, llegó el transportista que tenía que salir de excursión con Lucas.

Pedro tenía sesenta años en la vida y treinta en turismo. Un tipo parco de buenas a primeras, a quien todos los guías y choferes respetaban mucho. A mí me caía muy bien, y con el tiempo se había transformado en mi primera opción al contratar transporte para excursiones. Lástima que no podamos hacer la entrada en su kombi. Me levanté para saludarlo y me apuré a terminar mi café para unirme con él a la ronda de mate. Algún día, un gastroenterólogo me declararía fuera de los cánones aceptados para la humanidad, considerando cómo atentaba contra mi propio sistema digestivo sin consecuencias. Imprimí la orden de servicio y Pedro y yo la revisamos juntos, como hacíamos cada mañana, para asegurarnos que supiera dónde quedaba cada hotel, hostería, hostel, bungalow y árbol hueco donde tenían que recoger pasajeros.

Poco después llegó César, el protegido de Pedro, encargado de los traslados a la terminal de ómnibus y al aeropuerto. Tenía mi edad y era el tipo más alegre y simpático del mundo. Nos quedamos todos charlando un rato entre mates, de acuerdo al ritual de la buena excursión, hasta que sonó la alarma de mi celular. Diez para las nueve. Ya todos conocían ese sonido. Pedro, César y Lucas se despidieron para salir a hacer sus servicios. Majo renovó el mate, lo dejó en el escritorio de Mauro y subió a su oficinita. Cinco minutos después no volaba una mosca.

Ariel me esperaba para almorzar, aunque llegué a casa pasadas las dos de la tarde. Había preferido quedarme en la oficina a terminar todos los pendientes, para no tener que volver hasta la hora de ir a buscar al grupo. Llegué cuando la pizza con jamón salía del horno y la devoramos en tiempo récord. Me quedé mirando la televisión con él, charlando de sus cosas, y hasta dormité un rato en el sillón. Ramiro, el mejor amigo de Ariel, llegó a las cinco, cuando yo me disponía a salir, fresca y relajada. Me sentía lista para enfrentar lo que quedaba del día.

—¡Paren las rotativas!

Frené en seco en la puerta de la oficina, sobresaltada por la exclamación de Mauro, y miré alrededor buscando el motivo.

—¿Qué hacés tan arreglada, querida?

Me miré la ropa y lo enfrenté sin comprender. Mauro frunció el ceño con expresión porfiada.

—Esa blusa es bastante escotada —señaló—. Y un poco transparente. Y ese pantalón es... Bueno, ajustado. Y te pusiste las botas con taco. Y te soltaste el pelo. ¡Y te maquillaste! —Mientras hablaba, cruzó la oficina y se inclinó para olerme—. Y este perfume sólo lo usás en ocasiones especiales.

—Es una ocasión especial —gruñí, esquivándolo para ir a mi escritorio.

Mauro me siguió, persistente como un tábano e igual de molesto.

—Dejame adivinar. ¿Joaquín, el gerente de operaciones? Siempre inventa algo que necesita consultar directamente con vos.

Se abrió la puerta de la cocinita y salió Lucas sacudiendo el mate recién lavado. No dijo nada al verme, pero sus ojos me recorrieron de arriba abajo con una sorpresa que no se molestó en disimular. Y que a mí me dio por el hígado. Como si nosotros, pobres mortales, no tuviéramos derecho a vernos bien cada tanto. Lo peor fue notar la risa que se tragó Mauro al ver la expresión de su amigo. Los hubiera acuchillado a los dos.

Les di la espalda con la excusa de juntar lo que necesitaba para hacer la entrada. Había comprado chocolate para convidarle a los pasajeros, tenía mapas de la ciudad y alrededores para cada uno, y entradas gratis para un espectáculo de tango esa misma noche a una cuadra del hotel. Busqué la orden de servicio que había dejado impresa y el cartel para el aeropuerto. Olí más que oír a Lucas, que pasó detrás de mí hacia afuera.

—Voy a arrancar el minibús —dijo, saliendo a paso rápido.

Revisaba que no me faltara nada cuando un brazo apareció desde atrás a cruzarme el pecho y Mauro me estampó un beso en el pelo.

—Vas a matar a mi amigo de un infarto.

Traté de apartarlo pero él me retuvo, riendo por lo bajo.

—Lo que pasa es que todos estamos acostumbrados a tu onda cero producción. Es inevitable que nos sorprenda darnos cuenta lo linda que sos.

—Soltame, querés.

Mauro me obligó a enfrentar su sonrisa cálida.

—Alguien tiene que decírtelo, puercoespín, y Ariel y yo somos los únicos hombres que no corremos peligro de muerte por hacerlo. Ojalá no te empeñaras en esconder tu belleza.

—Se me hace tarde —gruñí, detestándolo por el calor que azotaba mis mejillas.

Me detuvo apenas di un par de pasos y señaló mi escritorio. Se dio el gusto de reírse con ganas cuando junté con torpeza todo lo que me estaba olvidando. De paso agarré un papel estrujado y se lo tiré a la cara antes de irme.

—¡Yo cierro! ¡No hace falta que vuelvas! —me dijo cuando salía, sabiendo que no tenía tiempo de retroceder a cortarlo en pedacitos.

Los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora