Una Grieta en la Roca - 2

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**imagen: vista parcial desde el mirador oeste del Cerro Campanario

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**imagen: vista parcial desde el mirador oeste del Cerro Campanario

El grupo nos esperaba en la recepción del hotel, todos listos y radiantes. Subieron a la kombi parloteando como estudiantes, pero se callaron en cuanto Lucas agarró el micrófono. Lo escuché con curiosidad porque era la primera vez que lo veía guiar. Otra vez por supuesto, su manejo del grupo era magistral, y alternaba la información en dosis justas de historia, geología, flora y fauna y hasta chismes de gente famosa que había pasado por ahí o por allá. Además de su inglés perfecto, sabía hablar con un ritmo que permitía que los pasajeros asimilaran lo que decía sin hacerse lento, y todo el tiempo daba pie a preguntas que contestaba de buena gana. Ya la noche anterior se había aprendido los nombres de todos, y bromeaba con ellos como si fueran amigos personales. Habíamos decidido dar la vuelta al revés para evitar gentíos y nuestra primera parada fue Punto Panorámico. Para entonces, si Lucas llegaba a sugerir que el grupo saltara por el acantilado, íbamos a enfrentar un suicidio en masa.

Pasadas las diez nos detuvimos en la entrada del sendero del lado de Lago Escondido. Lucas abrió la marcha sin siquiera mirarme, aunque descubrí su sonrisita cuando Joaquín dejó que los demás pasaran primero para esperarme. Pedro se fue con la kombi a la salida del sendero, prometiendo recibirnos con mate listo. Caminábamos a buen ritmo, con pausas frecuentes para que Lucas les hablara del bosque que estábamos cruzando o respondiera alguna pregunta específica. Los pasajeros sacaban fotos a diestra y siniestra.

Pronto llegábamos al lago Moreno. En ese punto el sendero todavía tenía bastante barro y charcos grandes de la última lluvia. El agua discurría sin ruido hacia el lago a nuestra derecha. Alguien propuso bajar a la playa y Lucas guió al grupo a una bajada fácil, aunque inevitablemente embarrada. Se plantó a mitad del desnivel y ayudó a todos a alcanzar la playa sin resbalones. Joaquín aceptó apoyarse en su hombro con un chiste que los hizo reír a los dos. Yo le lancé una mirada asesina cuando me ofreció su mano. Él la mantuvo tendida con una sonrisa inocente, hasta que bajé en dos zancadas seguras y seguí hacia la orilla sin esperarlo. Me siguió a paso tranquilo.

Nos demoramos unos veinte minutos en la playa. Cuando nos dirigíamos de regreso al sendero, Lucas volvió a apostarse a mitad de camino para ayudarlos en la subida. Volví a rechazar su mano, y estaba dando el último paso cuesta arriba cuando una piedra a mi izquierda reclamó mi atención. No era muy grande, y estaba entre el borde de la cuesta y el sendero, con un lado aplanado frente a mi cara.

En ese lado aplanado había un pentagrama grabado con trazos toscos.

Y una grieta atravesaba el pentagrama de parte a parte.

La impresión me hizo pisar en falso y mi pie resbaló en la tierra saturada de agua. Pero no llegué a caer. Una mano segura sujetó mi brazo, otra mi cintura, deteniéndome un centímetro antes de que mi cara se enterrara en el barro. Lucas me equilibró y me impulsó lo indispensable para que pisara en firme, soltándome de inmediato. Un instante después estaba en el sendero por mis propios medios. El grupo no había advertido nada, algunos se demoraban sacando fotos y otros se habían adelantado un poco. Lucas se nos unió enseguida. Avanzó varios metros para hablarles a los que iban a delante, les indicó que esperaran en el bosquecito de arrayanes y volvió atrás a buscar a los demás.

Yo les daba la espalda, observando la piedra estremecida: ¡otro sello roto! La miraba tratando de recordar qué clase de criatura estaba encerrada ahí. El nivel cuatro que almorzaba turistas. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Lo había sellado yo misma diez años atrás. ¡Dios! ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era esta seguidilla de sellos rotos, de demonios liberados cada vez más peligrosos? Primero el perro infernal en la casa de los Quireipán, ahora esto. La grieta en la roca parecía natural, pero era demasiada casualidad que la única fisura visible cortara en dos el sello, con tanta precisión.

—¿Te sentís bien?

La voz de Lucas me sobresaltó y giré con brusquedad. Su expresión preocupada me obligó a recomponer la mía, lo suficiente para asentir y echar a andar. Me detuve a los pocos pasos y me volví hacia él. Me daba la espalda, esperando a un chico que fotografiaba un coihue centenario. Esperé a que me enfrentara.

—Gracias —le dije, notando que me miraba con una fijeza rara.

Asintió, sus ojos grises todavía clavados en mí, el ceño casi fruncido. Di media vuelta y me apresuré a alcanzar al grupo.

El resto de la excursión fue una pesadilla para mí. Tuve que obligarme a mantener la actitud animada y profesional, charlar con todos, responder sus preguntas. La hora que pasamos en Campanario pareció un siglo gracias a mi preocupación y mi vértigo. Para peor, Lucas notó mis ojeadas de costado hacia abajo, y que me mantenía a distancia prudencial de bordes y barandas, cuidándome de mirar a lo lejos y nunca a las rocas directamente debajo. Cuando terminó de explicar el paisaje desde el mirador oeste, retrocedió adonde yo fumaba, los ojos perdidos en el lago hacia el norte.

—¿Te dan miedo las alturas? —inquirió en voz baja.

Asentí con un cabeceo leve, mis ojos en los contornos de la Isla Victoria.

—¿Y por qué no te quedaste abajo con Pedro?

—Dime, Lucía, ¿se puede vender la excursión con ascenso incluido?

Alcé las cejas en respuesta a Lucas y me acerqué a la baranda para contestarle al gerente de ventas de Tango México. Las piedras allá abajo parecían llamarme, prometiendo un lindo golpe y una silla de ruedas con moño rojo. Aparté la vista hacia el lago Moreno y pasé los siguientes diez minutos respondiendo dudas y preguntas de otros vendedores.

Cuando esperábamos para bajar, Lucas buscó mis ojos con una pregunta clara en su cara: ¿quería que bajara conmigo, por si me sentía mal? Era comprensible. La bajada en aerosilla del Campanario es breve pero empinada, y la gente con vértigo a veces se marea. Volví a ignorarlo y tomé la aerosilla con Joaquín. Lucas y las piedras podían irse juntos a hacer gárgaras. Casi cuarenta años de vértigo en una ciudad de montaña. Por algo no me había mudado a La Pampa. Claro que podía con el descenso, sobre todo con Joaquín al lado para distraerme.

El grupo decidió almorzar en una parrilla a mitad de camino de Catedral. Apenas estuvieron acomodados y con la comida pedida, me excusé con Joaquín y me despedí del grupo hasta el día siguiente.

Ni se me pasó por la cabeza ir a la oficina y fui derecho a casa. Mauro juró por teléfono que tenía todo bajo control y me podía tomar el resto del día si quería. Hasta se ofreció a preparar las órdenes de servicio para el día siguiente.

—Majo no tiene clases y se ofreció a quedarse para ayudarme —explicó, anticipándose a mi pregunta.

—Ya me parecía, tanta generosidad. Que no me entere que la oficina estuvo cerrada en horario de atención.

—Dios te oiga. Hasta mañana.

Ariel se había levantado un rato antes y me recibió con todo el pelo revuelto y los ojos más cerrados que abiertos.

—Hoy nos juntamos en lo de Rami —comentó mientras comíamos—, así que seguro que me quedo a dormir en lo de papá, que queda más cerca.

—Entonces tenés que llevarte todo para el colegio mañana.

—Sí, sí, no te preocupes.

A veces la empatía de mi hijo alcanzaba niveles increíbles. Acababa de dejarme en libertad para volver al Sendero esa misma tarde y fijarme si el demonio seguía sellado en la piedra.

—¿Y ya le avisaste a tu viejo? Vos viste que no le gustan las visitas sorpresas.

—Sí, ma, dijo que no hay problema.

Los CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora