Una Grieta en la Roca - 3

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El atardecer ensombrecía la huella bajo los coihues y cipreses que murmuraban en el viento

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El atardecer ensombrecía la huella bajo los coihues y cipreses que murmuraban en el viento. El aire era fresco, húmedo, quieto. La caminata se me hizo larga en mi ansiedad, pero finalmente me detuve frente a la piedra que buscaba. Ahora que estaba sola, me tomé mi tiempo para estudiar el sello roto. Tal como supusiera, era la única grieta en toda la piedra. Pasé la mano por los trazos que yo misma tallara en la superficie suave e irregular, seguí con la yema de los dedos la línea de la grieta. Ahí estaba, en el extremo inferior: el residuo de una secreción viscosa, incolora. Al acercar los dedos a mi nariz sólo confirmé lo que sospechaba. El demonio había escapado de su prisión.

Las ramas de un coihue crujieron en el viento sobre mi cabeza, ese ruido de puerta vieja que me encanta. Más arriba, el rumor del follaje recordaba el del mar. Miré a mi alrededor preguntándome qué me convenía hacer. Con el revoltijo de pisadas que nosotros mismos habíamos dejado esa mañana, era imposible tratar de encontrar las huellas del demonio en el sendero. Las ramas volvieron a crujir, esta vez un sonido más seco y breve que me hizo saltar sobre mis pies y hacia atrás, en guardia. Una risita entre maniática y estúpida sonó en la copa del coihue que crecía al lado de la piedra. Saqué la katana de la funda a mi espalda, estudiando las sombras bajo las ramas. Entonces sentí el calor de la Cruz en mi cintura. Casi simultáneamente, una figura oscura se dejó caer desde lo alto del árbol.

De no haber sido por la Cruz, me habría caído encima, destrozándome con sus dientes y sus garras. Alcancé a retroceder dos pasos y esgrimí la katana para cubrirme. El demonio se agazapó donde aterrizara con otra risita. Era tal como lo recordaba: un cuerpo negro, alto, flaco, de extremidades desproporcionadamente largas y piel correosa. Las piernas combadas, las manos le colgaban hasta las rodillas cuando se erguía, y corría en dos o cuatro patas según le conviniera. El escalón previo a los demonios antropomórficos, eran asesinos temibles. Como cualquier predador, una vez que se cebaban con sangre humana no había forma de apartarlos de su nueva dieta. De instintos y sentidos muy agudos pero inteligencia casi nula, eran incapaces de articular frases complejas, aunque podían aprender a pronunciar palabras sueltas y entendían cuando se les hablaba. Reían y emitían gruñidos. Sus gritos agudos solían paralizar de miedo a sus víctimas.

—Así que encontraste cómo salir.

Su risa fue un gorjeo imbécil. Se estaba regodeando.

—No.

Resoplé. No recordaba que este demonio fuera especialmente estúpido, pero con los años, los recuerdos tienden a confundirse.

—Sello. Rompió.

—Sabés que esta vez no te voy a sellar, ¿no?

—Él. Pelear cazadora. Dijo.

Sus balbuceos me hicieron perder la paciencia. Lo ataqué sin esperar más. Me esquivó con una agilidad que no parecía afectada por la década de encierro. Fue un borrón de movimiento en el bosque en penumbras, saltó a un lado y sobre mí. Lo rechacé con todas mis fuerzas y lo obligué a retroceder. Cuando volví a atacarlo, echó a correr en cuatro patas hacia la playa. Mejor, pensé. Ahí no está tan oscuro.

Lo seguí sin vacilar, salvé el desnivel de un salto, corrí apenas mis pies rozaron el suelo. Estaba metido en el lago hasta las rodillas, tirándose agua en el abdomen y murmurando "quema". Así que lo había herido al rechazarlo. Me detuve en la orilla y apoyé la punta de la katana en las piedras. Durante esa pausa advertí que el calor de la Cruz no había menguado. Lo sentía hormiguear alrededor de mi cintura y me alegraba ser capaz de percibirlo.

—¿Vas a pelear o un cortecito te metió miedo?

Estaba de un humor raro esa noche, enojada y a la vez muy segura de mí misma. Sabía que lo iba a convertir en cenizas en los próximos minutos y sentía una necesidad desconocida de dejar bien clara mi superioridad. Tal vez mis huesos no habían sido lo único lastimado después de cruzarme con el demonio alado diez días atrás, y mi orgullo también necesitaba algún bálsamo.

El mono, como lo llamaba para mí misma, se dio vuelta gruñendo, una baba blanca y viscosa goteando de su boca. Se inclinó hacia mí y apretó los puños. Su gruñido se hizo más fuerte.

Cerré los ojos un instante, lo indispensable para concentrarme en la Cruz. Fue como si la tuviera en la mano. Volví a enfrentar al demonio sonriendo y pronuncié las primeras palabras que lo borrarían de la faz de la tierra de una vez por todas.

Saltó de nuevo sobre mí. Pero era una noche clara y su cuerpo negro se recortaba a la perfección contra el cielo estrellado. Me agaché y alcé la katana perpendicular al suelo. Sentí con satisfacción cómo se hundía en el cuerpo del demonio, desgarrándolo en la propia inercia de su salto. Cayó detrás de mí como un títere con los hilos cortados, agitándose con estertores roncos.

Me acerqué sin prisa, encontré sus ojos rojos que ardían de locura y dolor y odio. Mi hoja le había abierto el abdomen desde el esternón hasta las caderas. Un humor pegajoso, inmundo, brotaba de la herida y humeaba al tocar las piedras. La satisfacción de esta victoria rápida se sobrepuso al asco.

—Él rompió —lo oí jadear—. Él vengar.

—Sí, claro.

Apoyé la punta de la katana en su cuello, que chirrió y humeó en contacto con la hoja consagrada. Saqué la Cruz, sorprendida de verla encenderse sin necesidad de apoyarla contra el demonio. La sostuve sobre la cabeza de la criatura y recité en voz alta y clara la oración más breve que conocía para esos casos. La Cruz destelló y resplandeció en la noche de primavera. Un vaho insoportable se levantó del cuerpo cuando empezó a desintegrarse en la luz. Después de un minuto eterno, del demonio no quedaba más que una mancha maloliente en las piedras de la orilla. Con suerte, las próximas lluvias lavarían su rastro.

Retrocedí hasta la orilla y sumergí la katana en el lago, dejando que el agua clara y fría lavara la hoja. Observé pensativa cómo la Cruz se iba apagando, con más lentitud que de costumbre. La volví a guardar en mi cintura con sus bordes aún iluminados por un brillo pálido, cálida contra mi cuerpo a través de la ropa. Saqué los cigarrillos. Me merecía una pausa tranquila, junto al lago, antes de caminar los cinco kilómetros hasta la parada de colectivo de la Capilla San Eduardo.

Suspiré cerrando los ojos, simplemente disfrutando la caricia del viento en la cara. Era una noche hermosa. Algunas nubes se silueteaban en la luz de la luna que asomaba allá atrás, en la estepa. Las luces de unas pocas casas brillaban a lo largo de la orilla del Moreno. Centenares de estrellas señalaban la Vía Láctea.

El calor fue tan intenso y sorpresivo que me hizo doblarme hacia adelante como si me hubieran golpeado en el estómago. De pronto la Cruz parecía una brasa en mi cintura. Mi mano derecha se cerró instintivamente en la empuñadura de la katana cuando giré, enfrentando el muro de sombras que era el bosque. No logré captar el menor movimiento, ningún sonido fuera del rumor del agua en las piedras a mis espaldas y su eco en lo alto de los árboles. Sus palabras me tomaron tan desprevenida que me provocaron una puntada de frío quemante en el pecho.

—No tenías por qué saberlo, pero ése que acabás de matar era mi amigo.

Vi con ojos desorbitados la silueta que avanzaba desde el bosque. La reconocí sintiendo que me bajaba la presión y me temblaban las rodillas. Alto, oscuro, hermoso, cruel. El corazón me latía en la garganta. Lo único que evitó que me cayera redonda ahí mismo fue el calor de la Cruz, que pareció esparcirse por mi cuerpo para tranquilizarme. Me aferré a él con toda mi voluntad, incapaz de apartar la vista del demonio alado que se acercaba, interponiéndose entre mi único camino de escape y mis pies inseguros.

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