El sonido del despertador vuelve a irritar a mis oídos y con ello hace que despierte. Vista la hora, me levanto rápidamente y cojo dos prendas básicas de mi armario. Ya vestida, me dirijo a la cocina, cojo una manzana, las llaves del coche, de casa y el móvil. Salgo rauda por la puerta y consigo bajas las escaleras sin encontrarme con ningún vecino. Llego al coche, enciendo la radio y empieza a sonar Lost in the Light, de Bahamas. Su ritmo calmado consigue que me concentre cada vez en la historia que tengo que contar. Me encuentro cerca de la clínica e intento buscar aparcamiento con desgana, intentando ignorar alguno de ellos para así retrasar el momento del inicio de la sesión. Finalmente encuentro uno más que evidente y dejo el coche. Toco al timbre y Leire me abre. Por ese detalle me inclino a pensar que es un negocio modesto y que solo está ella al mando y entre los empleados, siendo ella la propia dueña. Subo las escaleras color roble hasta llegar al piso en cuestión. Al no ver a nadie, me quedo quieta en la entrada.
—Buenos días, Zoe. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Bien, supongo. ¿He llegado un poco pronto?
—No, para nada. Ve a la sala del otro día y espérame allí, voy en un segundo.
Recorro de nuevo ese pasillo y ahora si me tomo la molestia de mirar hacia los lados para averiguar qué hay en el resto de habitaciones. Una sala de recepción, otra de espera, un año. Nada especial. Llego a la sala y, con miedo a que Leire llegue y aún no me encuentre en el sitio que me ha señalado. Oigo sus pisadas, avisando que su presencia es cada vez más próxima.
—Perdón por la tardanza. ¿Comenzamos?
Me coloco de cara a la pared, ignorando la presencia de Leire como ella me indicó en la anterior sesión. Ella se sienta en su silla y coge su cuaderno de anotaciones. El cambio de posiciones indica el inicio de la sesión.
—Bueno, Zoe, supongo que recordaras que está pendiente de hablar de un tema en concreto. Adelante.
Pensaba que comenzaría con algo más leve, facilitando así que me abriese de nuevo. Cojo aire e intento pensar cómo comenzar.
—Bueno, todo ese asunto comenzó cuando tenía entorno a diecinueve, veinte años. Me encontraba en mi primer año de universidad y conocí a un chico: Jorge. Yo nunca antes había tenido una relación como tal, sino solo ciertos intentos infantiles de relaciones con algunos chicos. Desde que lo conocí, noté que con él no era yo, sino una versión mejorada que adoraba. No había lugar para la tristeza o la soledad, Jorge lo llenaba todo con su presencia y la ilusión por nuestra idílica relación. Pasó el tiempo y junto a los meses, íbamos teniendo cada vez más confianza. Era capaz de contarle si había tenido un mal día o reconocer que no tenía verdaderos amigos. Nuestra relación se hacía cada vez más estrecha y aunque en un principio pudiera ocasionarme pánico, en ese momento me encontraba en una nube. Terminó el curso y con ello llegaron las vacaciones de verano. Nos veríamos mucho más, disfrutaríamos de nuevas experiencias juntos. Pero en la cima de mi entusiasmo y felicidad volví a caer al pozo del que procedía. Me desperté y sentí una tremebunda sensación de tristeza. Las ganas de llorar me consumieron y volví a sentirme estúpida, carente de importancia, innecesaria, una carga. Como consecuencia de mi estado, la relación fue oscureciéndose. No podía dejar de enfadarme por absurdeces, de romper a llorar y echarle la culpa de todo. Realmente sabía que yo era la causante de tal despropósito, pero no supe cómo reaccionar. El ambiente se convertía con cada discusión en más inaguantable y finalmente quise sabotearme, odiarme más de lo que hacía para así deshacerme de lo único que tenía en ese momento. Me arreglé para llamar la atención, clamando por una noche tórrida. Y así fue, acudí después de las doce a un bar cerca de casa. Aviste cómo estaba el ambiente, buscando una putrefacta presa a la que atacar. Después de unos segundos lo vi, era todo lo contrario que Jorge. Después de un contacto visual previo que dejaban claro mi interés, me acerqué para ir más allá. Hablamos durante un par de horas y cuando vi el momento solté la pregunta. Minutos más tarde nos encontrábamos en mi casa, desnudos, entre las sábanas blancas. Al terminar, le pedí que se fuera. Justo después comencé a llorar desconsoladamente. Cogí el móvil y le envié un mensaje a Jorge que recuerdo que decía: "Te dejo, ya no te quiero". En ese momento mi depresión se agravó. Después llorar durante muchas horas y proporcionarme mucho dolor mediante la autolesión, comencé a sentirme apática a la par que triste. Al menos la apatía era un estado con el que podía mostrarme al mundo, por lo que resultó algo mejor. Dormir ya no solo quedaba relegado al ámbito nocturno, sino que cualquier excusa era válida para cerrar los ojos. Mis sueños comenzaron a turnarse interesantes, ya no eran meras ideas desordenadas ni historias desligadas, sino que tomaron cuerpo y cierta realidad. Parecían tangibles, cercanas, con vida propia. Después de haber soñado, me despertaba con una sensación cálida y plácida que me hizo dudar si realmente era el sueño lo que me hacía feliz. Al transcurrir unos segundos tomaba contacto con la realidad y volvía al punto de partida: la apatía. Finalmente terminé planteándome si cambiar el ritmo normal de la vida, asegurar que el estado de vigilia durara ocho horas y dieciséis el sueño, dejar que me consumieran las fases de ondas lentas y sueño REM.
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La vida onírica
Science Fiction"Si un artesano estuviese seguro de soñar por espacio de doce horas que es rey, creo que sería casi tan feliz como un rey que soñase doce horas que es artesano." ...