Introducción

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Gema

El amor en el tiempo del Wi-Fi.

Releo el titular de la noticia una y otra vez. Sigo pensando que yo no soy la más adecuada para escribir esto. Me giro momentáneamente para apreciar el gesto preocupado de Elisa, mi adorada compañera de trabajo, a la vez que fija una y otra vez la vista en la pantalla de su ordenador.

En fin, supongo que no puedo librarme.

Castañeo los dedos sobre la mesa con impaciencia a la vez que observo con curiosidad la libreta que tengo apoyada sobre la pantalla. Tengo las ideas, lo que no tengo son ganas.

Treinta minutos, treinta tristes minutos me faltan para terminar con todo esto y poder comenzar a vivir.

Sin pensarlo me pongo a teclear en mi ordenador, haciéndolo resonar por todo el lugar. Me gusta mi trabajo, sí, lo que odio es trabajar en líneas generales.

Con el paso de los años, la forma de conquistar ha cambiado. La tecnología cambió nuestra forma de relacionarnos con los demás. Las conversaciones telefónicas se transformaron en WhatsApps, las cartas en e-mails y el interés en un simple like a tu foto de perfil.

Sonrío, asintiendo con la cabeza. Antes la vida era mucho más compleja, ahora es todo tan sencillo como que alguien te agregue a alguna de las múltiples redes, te dejé un simple comentario y... ¡tachán!, surgió el flechazo.

Años atrás, para que una relación comenzara se realizaba una estupenda pedida de mano. A día de hoy no existe hasta que no aparece reflejada en su cuenta de Facebook.

Cuando quiero ponerme a decir realidades lo hago, claro que sí. Meneo la cabeza, orgullosa de mi trabajo y todas las verdades que soy capaz de plasmar en papel.

A decir verdad, yo soy la primera que utilizo las nuevas tecnologías para mi propio beneficio, aunque tengo que admitir que eso de buscar pareja por ahí siempre me pareció ridículo. Me explico: ¿es posible realmente que una máquina decida quién es tu estúpida media naranja? Y sí, digo estúpida porque no creo en esa tonta teoría.

Creer en ella nos obliga a creer en la existencia de una perfección que realmente no existe. Nos coacciona a ilusionarnos con una vaga y tonta esperanza de encontrar a nuestra alma gemela, a otra persona que supuestamente está hecha a nuestra medida. ¿De verdad puede haber alguien dispuesto para nosotros, como dos estúpidas piezas de puzle perdidas por el mundo? Eso no se lo cree nadie.

Yo siempre he buscado a mi medio limón, al que me quite el calentón, vaya. Nada de media naranja o príncipe azul, para eso ya están los cuentos de Disney: La Cenicienta, La Sirenita, Los Tres Cerditos... Ups, creo que en esa no hay príncipe azul, ¿o lo será el lobo? En fin, me voy por las ramas.

Sin duda nada de esto está hecho para mí. Yo soy un espíritu libre, yo vivo mi vida como una mariposa que saborea de cada día como si fuera el último sin saber lo que le deparara mañana, intentando volar y disfrutar. Yo igual.

Estoy totalmente de acuerdo con que las redes sociales pueden servir para buscar a un rollete para una noche, tal vez el compañero ideal para una buena juerga, pero ¿al amor de tu vida? ¡Venga ya! No es posible conocer a una persona por medio de un par de palabras mal escritas en un maldito chat.

De todas formas, tampoco creí nunca en algo tan frecuente y recurrido como el amor a primera vista, ni en el amor por catálogo. ¿Qué es eso de enamorarte viendo una estúpida foto en una web de contactos? Supongo que ahora, según esto, tendríamos que hablar de «amor a primer pantallazo» o algo así. Una tontería.

Otra pantomima más, el amor platónico... ¡Oh, vamos! No puedes llegar a sentir nada por una persona que no te corresponde. Qué manera de sufrir a lo tonto. No hay nadie tan perfecto como para merecer que derramemos ni una sola lágrima por él.

Vuelvo a poner mi atención en el artículo, que termino, como siempre, divagando más de lo normal.

Observo el reloj en la esquina izquierda de la pantalla. ¡Perfecto! Solo me faltan veinte larguísimos minutos...

Siento el tictac del reloj en mi cabeza. Suelto un fuerte bufido cargado de frustración a la vez que me quedo mirando para él muy fijamente. Tal vez así consiga que el tiempo termine transcurriendo antes.

—También deberías de hablar de los peligros de internet. —Escucho la voz de Elisa y no puedo evitar girarme. ¿De verdad me está hablando de eso ella? ¿Precisamente ella?—. Ya sabes: viejos, calvos y fondones. —Estalla en una pequeña carcajada que disimula perfectamente con esa clase que la caracteriza. Qué envidia me da, yo que parezco una foca epiléptica cada vez que me río.

Siempre me pregunté si desde fuera uno se ve diferente, o sí, por el contrario, Elisa ya se da cuenta de que tiene una risa perfectamente cuidada, y yo soy un puto desastre que hasta se atraganta si no es capaz de controlarse. No lo sé, tendría que haber algún estudio al respecto.

—O también puede que sean unos treintañeros con el culo prieto. —Me llevo el boli a los labios tras decir esto.

No puedo olvidar la forma en la que mi querida amiga y compañera Elisa se enamoró del buenorro de Daniel: por internet, cómo no. Últimamente parece la única forma de conocerse y enamorarse, como si no existieran bares de copas o supermercados.

—Todavía no escuché tu disculpa, por cierto —dice muy sonriente.

Tan solo hace un año, un año y pocos meses desde que Elisa y Daniel se enamoraron. Tan solo hace unos quinientos cuarenta y ochos días, día arriba día abajo —tampoco es que lleve la cuenta exacta—, y si echo la vista atrás, no conseguiría reconocer a Elisa. Es otra.

¿De verdad puede el amor cambiarte tanto?

—¿Disculparme por qué? ¿Por decirte los problemas que puede acarrear enamorarte de alguien a quien nunca has visto en persona? —pregunto, girándome de nuevo hacia mi ordenador—. Perdona por ser una buena amiga, Elisa. —Le guiño un ojo de forma juguetona.

Al momento escucho como estalla en una pequeña carcajada. Ni de broma es la misma. ¡Me la cambiaron fijo!

—Disculparte por ser una amiga sensata, claro. Normalmente eres la cabra loca, y eso es lo que más me gusta de ti. —Aprecio como se acerca y se sienta sobre mi mesa. Pienso protestar, más que nada por tocar las narices, pero cuando voy a entreabrir los labios ella se me adelanta—. Te voy a echar de menos.

—¡Madre mía! Me voy un par de días, burra. —Me río sin poder evitarlo—. Además tú también irás a ver a tu madre, supongo.

Aprecio rápidamente como niega con la cabeza, con pesar.

La verdad nunca comprendí muy bien la relación de Elisa con su madre porque, según mi forma de verlo, esa relación es inexistente. En cierto modo la envidio, pero ese es otro tema. A ella sé que le parte el alma.

—Mi madre tiene otros planes, y yo no puedo añadirme a ellos sin quedar como una acoplada. —Aprieta los labios. Quiero preguntarle, pero sé que no es el momento, cuando necesite hablar sabe que estoy ahí, y si no lo hace es porque, tal vez, lo que necesita es otra faceta de mí. Supongo que la de cabra loca, como ella lo llama.

—Pues venga, vamos a celebrar —digo sin realmente pensar. Me observa con el ceño fruncido. No me extraña, ni yo sé por qué dije esa tontería—. Claro, vamos a celebrar que te pierdo de vista durante unos días. ¡Qué alivio! —completo con un fingido gesto de hastío en la mirada.

Se ríe y niega, como dándome por perdida. Es un gesto que repite bastante a menudo y que me causa gracia, para qué mentir. Agarro el bolso —a pesar de que el reloj me notifica que todavía me faltan doce larguísimos minutos para terminar mi jornada laboral— y tiro de ella hacia la puerta, sin darle tiempo a protestar o patalear por ello. Aunque, para mi sorpresa, ni lo intenta.

—¿Sabías que a día de hoy entendemos el amor platónico de forma inexacta a como lo consideraba el propio Platón? —comienza a preguntarme tan pronto salimos. No puede estar hablando en serio.

Le dirijo una mirada intimidatoria, pero eso no ayuda en nada, ya que veo como continúa hablando sin parar.

En fin, tal vez debería de buscarme una amiga menos lista. 

Flechazo imprudente (primeros cinco capítulos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora