Haz lo que te dé la gana sin importar lo que digan de ti mañana

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Gema

Un, dos, tres, cuatro. Puede parecer una tontería, pero sé de sobra cuántos pasos separan mi hermoso apartamento de la cafetería de enfrente.

No sé por qué lo sé. Según mi madre, tal vez tenga algún tipo de Trastorno Obsesivo Compulsivo, aunque no lo creo. Según ella, y sus libros de psicología, tendría que ser una obsesa de la limpieza y el orden, y a juzgar por mi habitación... Va a ser que yo no soy así.

Tampoco sé si es verdad, yo no soy ninguna experta y tampoco me importa lo más mínimo. Solo tengo la estúpida manía de contar pasos. Nada más.

—No sé qué problema tienes con el café que te hago en casa. —Suelto un pequeño grito al escuchar la voz de Héctor tan cerca de mí.

—Dios, qué susto me has dado, capullo —digo, llevándome una mano al corazón. Escucho como suelta una pequeña risa antes de parar en seco para mostrarme algo.

—¿Pensabas irte sin esto? —me dice, obligándome a poner la vista en una pequeña maleta. A decir verdad, no pienso irme, en mi mente había planeado doce mil excusas diferentes:

«Lo siento, mamá, perdí el avión» no sería válida. Podría coger otro, e incluso ir en tren. Por eso la descarté casi al momento; «Mi jefe es un tirano y no me permite ir a la boda, ¿te parece normal? No lo es, pero el trabajo es tan importante... Tienes que comprenderlo». En este caso ella me diría: «Claro, Gema, están las cosas como para tirar un trabajo a la basura. No te preocupes, pondré una foto al lado del altar para que todos te tengamos presente». Pero después recordé que la idiota de mi madre había invitado a Elisa y a su perfecto novio, alias «Jefe tirano», así que excusa tirada por el retrete.

La siguiente que se me ocurrió es la ganadora. No podría negarse a eso. «Resulta que yo también me caso, mamá. Entiendo que no quieras dejar la boda de Iago por la mía. Nos vemos en las próximas Navidades».

—¿Te casarías conmigo? —le pregunto rápidamente a mi compañero. Héctor me mira con el ceño fruncido antes de esbozar una media sonrisa.

—Estoy pillado, nena.

Sí, por Don Perfecto. Yo tampoco lo dejaría por mí, vamos a ser realistas. Menudo culo que tiene su novio.

—No me quiero ir —le digo en un pequeño susurro. Me observa con una tristeza en los ojos que no había visto jamás en él.

—Venga, te invito al café —me dice en cambio, empujándome dentro de la cafetería.

Le hago una señal con la cabeza para que se siente en una de las pocas mesas disponibles. La verdad nunca suelo desayunar aquí. Siempre tengo la estúpida manía de llevarme el café para tomarlo de camino al trabajo, por lo que nunca me había percatado de que había tantísima gente desayunando aquí normalmente.

Veo como Héctor asiente antes de adentrarse en el local. Yo, por el contrario, para ahorrar tiempo, me decido a realizar el pedido en la barra. Creo que no es obligatorio hacerlo así, pero... ¡Bah!, es la costumbre de todos los días.

—Dos de lo de siempre, Sara —le digo a la chica que está detrás de la barra. Ya me conoce más que de sobra—. Aunque para tomar aquí.

Veo como asiente con la cabeza a la vez que se pone manos a la obra.

No es que vaya todos los días, alguna que otra vez me escapo al Starbucks que está a veinticinco pasos más. Maldita sea, juro que no lo hago a propósito. Simplemente soy así.

No es que lo haga siempre, si voy acompañada no me veo obligada. Pero cuando el silencio me inunda siento que tengo que hacer algo, y es eso o ir cantando y dando la nota por la calle. Aunque ya debería de estar acostumbrada a dar el cante, es otra de mis muchas filosofías de vida: haz lo que te dé la gana sin importar lo que digan de ti mañana.

Flechazo imprudente (primeros cinco capítulos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora