En el octavo mes de su embarazo, mi esposa sufrió de una complicación severa que requirió cirugía de emergencia. Cuando se despertó y le dije que la cirugía había sido exitosa, su reacción me asustó más de lo que cualquier otra cosa me había asustado en mi vida. No dijo nada, solo acercó sus manos lentamente a su vientre. Sus ojos se ampliaron por un momento, y luego comenzó a reír. Era una carcajada profunda y sosa, el tipo de risa que proviene de alguien que ha llorado por tanto tiempo, que ya no puede hacerlo más, así que solo se ríen a pesar y en burla de su dolor. Tuve que reprimir un escalofrío cuando le pregunté qué era lo que sucedía, pero ella me ignoró.
En lugar de contestarme, solo empezó a gritar; todo su cuerpo temblaba a medida que se revolvía y se lamentaba, arrancándose mechones de cabello y lanzándolos al suelo. Le continué preguntando qué era lo que sucedía, pero no me quería responder. Súbitamente, se detuvo; comenzó a reírse de nuevo y levantó una mano a lo alto. Hizo una pausa por un momento, con nuestras miradas entrelazadas, y descargó su mano hasta abajo con toda su fuerza, enterrando sus uñas largas en su estómago. Pude agarrar sus muñecas y logré empujarlas a la fuerza a sus costados. Tuve que usar las ataduras a un lado de la cama, y una vez que lo hice, su cuerpo entero se entumeció de pronto, como si se encontrara demasiado débil para moverse.
Me senté a un lado de su cama. Podía escuchar el temblor en mi voz mientras intentaba calmarla desesperadamente.
—Todo está bien, cariño. Solo fue una pequeña complicación. Pronto tendremos un hermoso bebé varón. Nuestro hijo. Entonces todo habrá valido la pena.
Ella giró su cabeza hacia mí lentamente. Sus ojos se veían muertos, desprovistos de humanidad. Comenzó a susurrar, con su cabeza recostada sin energías en uno de sus hombros. Me incliné hacia ella para escuchar lo que estaba diciendo. Solo era una palabra, que repetía una y otra vez: «Sácamelo».
Se rehusó a hablarme en lo absoluto durante la próxima semana. A veces yacía ahí totalmente flácida e inmóvil, y otras veces gritaba y jalaba sus ataduras. Yo trataba de calmarla, diciéndole que esto era algo bueno, trayéndole ropa de bebé y sus comidas favoritas; pero nada de lo que hacía surtía efecto. Al final, después de una semana, empezó a tener contracciones.
Tan pronto como el bebé salió, fue claro que algo había salido horriblemente mal. La peste era insoportable; un olor enfermizo y nauseabundamente dulce. Pero eso no era nada en comparación con el bebé mismo, si es que se le podía llamar así. Su cabeza era excesivamente grande, sus ojos estaban hundidos e inyectados en sangre, y su piel era negra y harapienta —desprendiéndose ante mi toque—.
Estuvo cerca, pero mi esposa sobrevivió el parto, a pesar de que mi hijo no. Al menos parece que ella se encuentra mejor ahora que el embarazo ha terminado; en mi caso, me siento peor. Continúo reviviendo todas las cosas horribles que han pasado. Me rompió el corazón cuando dio a luz a nuestro tercer bebé natimuerto. Fue aun peor cuando tuve que obligarla a que se tomara esas pastillas que me permitirían efectuar la cirugía para reintroducirlo en su vientre. Lo que ambos necesitamos ahora es tener algo que podamos desear con ansias. Creo que iré a decirle que estoy listo para intentarlo otra vez; quizá eso la animará.