Ryan, sentado en su ostentosa y alta silla de cuero café con botones incrustados, la miraba con atención, y constantemente revisaba la grabadora temeroso de que ésta pudiera detenerse por puro capricho. Ella recostada en un gran sillón del mismo color y textura que la silla —sin duda, obras del mismo artesano— agitaba regularmente su cabeza de un lado a otro como queriendo no ver algo en la visión de sus ojos cerrados.
—¿Qué ves?— le preguntó él.
Ella se quedó en un silencio escrutador y le respondió después de unos segundos:
—Una habitación, estoy caminando por el interior de una casa muy grande. Los muros son de bloques de piedra color gris...
Ryan anotó muy rápido, con la inherente caligrafía ilegible de un médico, en la pequeña libreta que tenía entre sus manos, esperó un momento a que ella continuara, pero ésta no lo hizo, y aclarándose la voz con un disimulado carraspeo la interrogó de nuevo:
—¿Puedes identificar la época o el lugar en el que estás?
—No, no lo sé..., no hay nada, las habitaciones están casi vacías, sólo hay unos cuantos muebles sucios, llenos de polvo y telarañas..., parece una casa abandonada.
—¿Qué tipo de muebles? ¿se ven antiguos, modernos..., lujosos?— le insistió, sin soltar la libreta y llevándose el lápiz a la cabeza para tocar suavemente una de sus sienes en evidente postura de reflexión y análisis.
—Sí, son antiguos, muy antiguos. Y también se ven lujosos..., caros.
El doctor mostrando un tenue semblante de ansiedad, le preguntó sin antes darle una nueva oteada a la máquina grabadora:
—¿Cómo eres?..., mírate y dime cómo eres.
Carolina levantó un poco la cabeza y miró su cuerpo con los ojos cerrados —soy hombre, mi ropa es negra, toda negra, visto pantalones de lino y un largo abrigo de paño hasta las rodillas. Los zapatos y toda la ropa se ven impecables, como recién hechos— alzó las manos frente a su rostro girándolas sobre su dorso y exclamó asombrada:
—...¡Dios mío! ¡mis uñas son muy largas!, parecen manos de mujer..., mi piel es pálida..., blanca como porcelana, los dedos finos y largos, y las uñas muy crecidas.
—¿Sabes tu nombre?
—No lo sé..., no lo recuerdo —se quedó en silencio por unos segundos y habló a continuación con su voz entrecortada —..., tengo miedo..., aquí está muy helado..., hace mucho frío.
—No va a pasar nada Carolina, ten calma, ¿hacia dónde te diriges? ¿qué estás haciendo ahora?
La mujer movió sus globos oculares bajo la delgada piel de sus párpados y respondió:
—Estoy bajando por una escalera de piedra, es como un túnel muy obscuro y al fondo se ven algunas luces..., creo que son antorchas.
—Trata de ver qué hay al fondo. Observa bien qué te rodea.
Carolina se demoró en responder, el doctor no la presionó y la esperó pacientemente mientras descubría con su mirada unas formadas y firmes piernas bajo la falda de cotelé azul, casi se olvida de la razón por la que estaban ahí cuando ella habló y lo espantó de su prohibida admiración.
—Estoy llegando, parece que es otra habitación..., sí, es otra habitación, y muy grande; hace mucho más frío. !Dios mio!, estoy en una cripta o algo así..., hay varios ataúdes, es un mausoleo inmenso. Hay muchas velas y cirios encendidos..., no son antorchas las que se veían, son cirios.
Ryan no se inquietó con la descripción de su paciente, al contrario, con su voz más segura le interrogó:
—Entonces..., ¿estás muerta?
—Sí— respondió al instante, tan segura de lo que decía como el doctor de lo que preguntaba —estoy muerto, no respiro... Tengo miedo Ryan.
El psiquiatra se inclinó hacia adelante en su silla y posó una de sus suaves manos sobre las de Carolina de modo consolador:
—Tranquilízate— le dijo —, no pasa nada, respira profundo, todo durará un segundo, trata de adelantarte en el tiempo para pasar a otra vida.
El semblante de ella estaba alterado, respiraba en forma agitada, sus movimientos oculares se hicieron vertiginosos, lo que veía o sentía estaba sobrepasando sus capacidades, y más que hablar, gimió —el olor es asqueroso, tengo deseos de vomitar. !Estoy dentro de un ataúd!..., ¡tengo miedo! ¡sácame de aquí por favor!
Ryan, ahora parado —levemente agachado— y con ambas manos sobre las de Carolina le decía subiendo la intensidad de su voz —Carolina, sale de tu muerte. Elévate hacia los maestros. Deja esa vida atrás, quiero que pases a la siguiente.
—No puedo, la muerte no deja elevarme..., por más que trato no puedo...
—Si puedes.
—¡No puedo!
Ella se veía mal, afligida, pero el doctor no consideró prudente despertarla de la hipnosis, aún no había conseguido la información que buscaba, y molesto por la incapacidad de ella de seguir sus instrucciones, con un tono estrictamente autoritario, le ordenó —¡concéntrate!, ¡hazlo Carolina!, flota en tu mente... ¡Adelántate en el tiempo! ¡conéctame con los maestros!, sobrepasa ese momento final. Estás muerta— y excitado, con una fe enorme y firme en lo que decía, le exigió de manera solemne, como si de su laringe emanara la orden omnipotente que levantó a Lázaro de su tumba —, ¡elévate y nace de nuevo!
Poco a poco ella redujo el precipitado movimiento de sus ojos y de su cabeza, así como el ritmo de su respiración, hasta que su estado se vio totalmente normalizado; después de unos mudos momentos, habló —ahora estoy en un poblado; es de noche. Ando por una estrecha calle de adoquines...
El psiquiatra con una ligera sonrisa de satisfacción en su rostro le preguntó —¿Puedes identificar la época o el lugar?
—Hay muchas casas antiguas, creo que son europeas..., suecas u holandesas quizá. No hay luces, pero puedo ver perfectamente en la obscuridad. Hay algunas personas conversando, pero no me ven, sólo un perro asustado percibe mi presencia... Tengo hambre, Ryan.
Dubitativo, calculando una fecha y un lugar en la historia humana, le arguyó —ya tendrás tiempo para comer; dime, ¿quién eres ahora?
Carolina hizo los mismos gestos anteriores, y los de todas las sesiones pasadas, levantando su cabeza y sus manos para mirarse y describirse a ojos cerrados —no lo sé. Pero soy hombre..., estoy vestido de negro, entero, con un gran abrigo grueso hasta más abajo de las rodillas, mis manos son blancas, y mis dedos muy finos..., tienen uñas largas, como los dedos de un artista.
En la cara del doctor se dibujó una mueca contradictoria, de extrañeza y desencanto, y acomodándose inquieto en su pomposa silla, le replicó —no puede ser , ya visitaste esa vida. Aún estás en tu existencia anterior, debiste de haber retrocedido. Flotaste hacia atrás en vez de adela...
—¡No lo hice! —lo interrumpió ella de modo impetuoso, y agregó —, siempre fui hacia adelante.
Ryan Weill se pasó la mano por su rostro en un evidente gesto de frustración, estaba cansado, esas eran las últimas horas de ese día y las fuerzas y la concentración lo abandonaban, y la poca obediencia que estaba mostrando su paciente—y cooperadora experimental— lo acongojaba y enojaba. Con hastío en su timbre continuó.
—No importa, da lo mismo, adelántate en el tiempo. Ve de nuevo hasta tu muerte y pásala de una vez por todas.
—¡No puedo!, además ya estoy muerto— contestó firmemente ella en respuesta a su tono, como si, a pesar de todo, estuviera consciente de su entorno dentro de su somnolencia inducida.
Estuvo a punto de sacarla del trance para irse a dormir y olvidarse de todo hasta la próxima reunión, pero un presentimiento curioso le decía que no debía hacerlo, y haciendo un gran esfuerzo por ocultar su malestar, le impugnó —no puede ser, Carolina, estás entendiendo mal. Concéntrate por favor, escúchame bien, ve hasta el fin de esa vida y pásala.
La voz de ella sonó angustiada, como un ruego —eso hago, eso estoy haciendo, pero no puedo, no hay fin.
—Carolina, eso no puede ser, escúchame bien por un momento: a-de-lán-ta-te. Anda hacia adelante,
—y le ordenó lo mismo que pretendía, pero de otra manera— anda hasta el último acontecimiento de esa vida.
Como si el doctor hubiera mencionado una palabra clave, el rostro de ella volvió a moverse de lado a lado, como experimentando una pesadilla tormentosa, temblaban sus manos, y sus párpados se entreabrían con una intermitencia eléctrica inhumana dejando ver sus globos oculares blancos, su boca abierta por espasmos fuera de su control, habló —pasan muchas imágenes, Ryan..., muchas personas y lugares, siempre obscuras, todas negras. Pasan años Ryan..., veo siglos ante mis ojos.
Sin inmutarse con las palabras dichas, ella dejó pasar unos instantes callada, ensimismada y más serena; el doctor la esperó impacientemente, sin interrumpirla, hasta que ésta habló, fue una frase corta pero tajante, que retumbó como un estallido en la moderna y lujosa habitación que las hacía de consulta psiquiátrica —estoy en mi casa...
Los ojos de Ryan se abrieron sorprendidos, soltando su pregunta como un incontenible exabrupto: —¡¿qué diablos?!..., ¿te refieres a tu casa actual? ¿a esta época?
—Sí, es mi casa, estoy en el living de mi casa, es hace una semana, lo sé porque veo las rosas blancas que me regaló mi novio; es el miércoles o el jueves en la noche...
El asombro del doctor no tenía límites, si ella en su trance había llegado desde el pasado hasta la época contemporánea sin experimentar ninguna muerte ni renacimiento en todo su transcurso, no quedaba más alternativa que deducir que era una inmortal, ¡siempreviva!, y ella ni siquiera lo sabía. Estaba dando un giro enorme en sus investigaciones, no sólo existían los espíritus inmortales, los llamados maestros eternos —como él lo había determinado—, acababa de descubrir —si era cierto lo que decía su paciente, y no tenía por qué dudarlo— que habían elegidos que eran inmortales de carne y hueso, hombres y mujeres que caminaban entre nosotros eternamente, testigos palpables de la historia de la humanidad. Seres sin memoria, hermosos y perpetuos como Carolina.
Atrapado por un anhelo angustiante la interrogó apurado —¿ése es el último acontecimiento de tu vida? ¿qué edad tienes?..., si estás en tu casa, ¿qué haces en este momento?..., dijiste que era de noche ¿no?
—Estoy en algún lugar de la sala, caminando en dirección al dormitorio principal... Es de noche.
Ryan la interrumpió bruscamente —¿parado?, acaso ¿tienes consciencia de hombre todavía?
Sin titubear ella afirmó positivamente, aunque después corrigió —... La verdad, no lo sé, pero no creo que sea mujer—, a lo que el doctor replicó apresurado —trata de buscar un espejo, necesito saber cómo te percibes físicamente.
Pasando por alto el requerimiento, ella agregó asustada —¡Ryan!, ¡hay alguien durmiendo en mi cama!..., no sé quién es... ¡Tengo miedo!
—¿No lo conoces o no puedes verlo?
—No puedo verlo, tiene el rostro bajo las sábanas.
—Acércate y mira quién es. Necesitamos saber quien es para curarte. No temas, nada te puede ocurrir.
Carolina moviendo sus ojos bajo su piel aparentó hacer lo que le pedía el doctor.
—Estoy caminado hacia la cama, estoy muy cerca pero no le veo la cara, la tiene oculta— y agregó tranquilizándose notoriamente—. Es una mujer.
Ryan, revisando varias veces la grabadora, como si no tuviera seguridad de su funcionamiento, excitado por el relato de su paciente, le preguntó con un entusiasmo casi infantil —¿una mujer?, ¿cómo es esa mujer?..., ¿la conoces?
—Le estoy tocando el cabello..., ahora la destapé completamente, está durmiendo sobre sus pechos y cara..., desnuda; es linda, muy linda, su pelo es negro y su piel blanca.
—Mírale la cara— bramó urgido el doctor.
Carolina quedándose en silencio y sin movimientos faciales por intervalos de tiempo notorios, ya mucho más sosegada, con una voz en reposo, aletargada, describió lo que estaba viendo —le estoy volteando el rostro para verla... Su piel es caliente. ¡Mi señor!..., ¡no puede ser!...
La incertidumbre de Ryan lo destruía por dentro, despojándolo de toda tolerancia y paciencia, y más que una pregunta fue un grito lo que lanzó —¡¿qué pasó, Carolina?!..., ¿quién es esa mujer?..., por amor de Dios ¡contesta!
—No puede ser, Ryan..., no lo puedo creer. ¡Soy yo!; la mujer en la cama soy yo.
La faz afeitada y perfumada del doctor se transformó en una deformación perpleja, en un reflejo de toda la paradoja que consumía su existir; el lápiz y la libreta cayeron al piso de entre sus dedos y ni siquiera pareció darse cuenta, y bañadas en una lluvia furiosa de gotas de su saliva, las preguntas se hacían imperantes exclamaciones —¡¿cómo?!, ¡¿qué dices?!, ¡¿estás segura?!
La paciente parecía sentirse atraída o absorbida por su vivencia, impaciente de saber su final, y prosiguió hablando, sumergida en su relato, sin detenerse para contestar a las preguntas de su interlocutor —con mis manos la tomo y la giro en la cama. Está ahora de espaldas sobre las sábanas, durmiendo aún, más bien semi dormida, como hipnotizada. Sus senos son grandes, y su cuello muy fino. Le estoy abriendo las piernas..., para acariciar su vagina. Es mi mancha de nacimiento, la tengo en mi entre piernas, no me queda ninguna duda, la mujer en ese lecho soy yo...
Ryan desconcertado completamente impugnó, como defendiéndose de una vil injuria arrojada sobre su intachable persona —¡imposible!, no puedes tener dos vidas simultáneas. Es una paradoja estúpida, es infantil. ¡Simplemente no se puede!
Carolina, sin reparar en los descontrolados comentarios del psiquiatra —ni en su presencia—, se llevó, sobre la falda, una de sus manos a su sexo exhalando un suspiro libidinoso, su respiración onda poco a poco fue creciendo y se mojaba los labios constantemente asomando su lengua roja y jugosa por entre los inmaculados dientes simétricamente ordenados —me estoy montando sobre la mujer, encimando sobre mi misma..., estoy muy excitado. Tengo la mano en mi pene..., es inmenso ¡nunca he visto uno tan grande! Es áspero y muy grueso, rojo vivo, es distinto al de los hombres... Voy a penetrarla
Ryan calmó sus impetus, y atento, con la boca abierta, prestó oídos a su colaboradora.
Carolina, manoseándose fuertemente la ingle y su entre piernas continuó —trato de penetrarla, pero es muy difícil... A pesar de que su entrada está totalmente mojada, mi pene es demasiado grande, y no puede entrar.
El doctor estaba mudo, escuchando cada palabra con suma atención, concentrado como si se tratara de un asunto de importancia vital, su respiración se agitaba con cada palabra de la mujer. Ella olvidada ya completamente de su compañía, relataba lo que veía, como si su placer fuera más intenso al describir la situación en su virtual soledad; ella tenía estimulados a extremo los sentidos, incitada, acariciando con una de sus manos notoriamente entre sus piernas y con la otra, con sus dedos abiertos, sobre su pecho fuera de control, siguió hablando, su voz era sensual, levemente profunda —la penetré, con mucha dificultad, pero entré de golpe en su carne con un grito tremendo de ella..., hierve por dentro..., siento mucho placer. ¡Estoy tan caliente! Me muevo sobre su cuerpo, su piel es muy tibia, la siento caliente, como si su temperatura fuera mucho más alta que la mía. Soy brusco, siento que la cama se va a desarmar. ¡Qué placer más intenso! Ella también está gozando, mueve la cabeza para ambos lados, está como desesperada, gimiendo desquiciada, con su boca abierta a más no poder. El movimiento de su cabeza me muestra su precioso cuello. Soy yo, estoy frente a frente a mi propio rostro..., ¡haciéndole el amor a un espejo!
No cabían más pensamientos en la mente del doctor, estaba anonadado con el descubrimiento, y embobado con los jadeos sensuales de Carolina, y se repetía una y otra vez susurrando —asombroso..., asombroso..., asombroso—. Dejó que la mujer tuviera total libertad, y ella ajena al mundo, se entregó al deleite de su erótico y singular sueño, gimiendo y revolcando su cuerpo sobre el sillón como una serpiente herida, tocándose impúdicamente las partes más íntimas de su anatomía, jalando sus ropas y rasgando los ojales de sus botones, desordenando alocadamente su cabello. Ya no hablaba, sólo gemía escandalosamente; la expresión de su rostro era de lujuria, su rostro estaba desencajado por el placer; su alma estaba poseída por un ser hipersexual, un sátiro, una ninfa afiebrada o los dos... Fueron unos eternos minutos de un espectáculo sexual sobrecogedor, nunca en la vida imaginado por Ryan, un espectáculo que lo tenía al borde de la legalidad y la moral, al borde de la violación de su juramento hipocrático; la iba a tocar, a pesar de su conservadores principios, a pesar de su educación evangélica, a pesar de su matrimonio y de sus hijos, la iba a tocar... Extendió su mano temerosa, alargando trémulos sus blancos dedos, percibiendo el calor en sus yemas al acercar la mano al cuerpo animalado de esa deslumbrante hembra en celo, la iba a tocar, no le faltaba nada para experimentar el paraíso ahí inclinado desde su silla de cinco mil dólares, y todo terminó de golpe cuando ella chilló con su voz ronca y alterada por la euforia —¡¡siento mi orgasmo próximo!! ¡¡ya viene!!...
Ryan de un brinco quedó clavado en su silla, con el corazón explotándole y retumbándole los latidos en sus oídos como un bombo gigante. No dijo nada, asustado, no dijo nada.
Retomando el relato dejado hace un rato, Carolina continuó hablando —su cuello me calienta, me llama, se lo estoy besando, le paso mi lengua fría, su piel es caliente, muy caliente, afiebrada a mi tacto, como si yo estuviera congelado, y me gusta mucho, me hace sentir vivo. Mis babas caen sobre su piel. Le mojo el cuello y las tetas..., ella gime como una puta, grita como una puta, y yo jadeo como una bestia asesina.
Ya despierto súbitamente de su potente y sensual pausa, el doctor reinició nervioso su interrogatorio —¿ella está consciente de lo que pasa?, ¿te ve?
—No..., ella está en un trance mmm..., abre los ojos pero no me ve..., ay..., para ella es... un sueño.
No hubo réplica de su interlocutor y prosiguió —siento que voy a explotar. Su cuello me calienta, no lo resisto, y se lo muerdo...
Todo quedó en un nuevo silencio en la ocre habitación, ella concentrada en su vivencia y él callado, sin ocurrencias qué preguntar, bloqueado, esperando infructuosamente alguna luz que iluminara su inteligencia. Se aproximó para mirarle el rostro más de cerca, para descubrir en sus gestos las sensaciones que describía, esperando a que hablara, y al no hacerlo, la recriminó —¡no te quedes callada!, sigue hablando..., cuéntame todo lo que ves—, pero la mujer no habló.
El silencio se hizo misterioso, no se escuchaba un solo ruido, y Ryan agachado, estaba paralizado esperando respuesta. La habitación estaba congelada, sólo las cortinas danzantes de un abierto ventanal corredizo por donde entraba un callado viento frío daban la sensación de una imagen en movimiento; de que esa imagen no era una fotografía en una revista. Después de un par de minutos de una quemante pausa, ella gritó fuera de sí —¡¡aarrrggghhhh!!
El doctor dio un imperceptible espasmo que lo desestabilizó, casi provocándole una caída, y cuando se hubo en un instante erguido, preguntó angustiado —¡¿qué pasó por Dios?!..., ¡contesta Carolina!
Los dientes de su paciente estaban apretados, forzando su mandíbula, cerrados sus ojos exageradamente, como mueca de un dolor agudo, y arqueando levemente su torso sobre el sillón, gritó —¡¡estoy eyaculando!!, siento que salen litros de semen de mi cuerpo. ¡Qué placer más delicioso!
Ryan se tranquilizó y, sentándose, preguntó sin ideas —¿y ella?, ¿qué hace ella?
—Ella también grita, me entierra sus uñas en la espalda. Tiene una mancha obscura en el cuello..., la mancha también está en la almohada. Es sangre, la siento en la boca, me gusta, me gusta el sabor de la sangre... Ahora estoy pegado a su cuello succionando y de mi pene sigue manando semen.
Con un gesto de asco y de incomprensión, el doctor la interrogó preocupado —¿la quieres matar?
La respuesta de Carolina fue tajante —no, no la quiero matar. Ella me gusta, ella sigue viva.
Ya satisfechas sus dudas sobre ese episodio en especial, Ryan la instó a contarle lo que sucedía inmediatamente después.
—Estoy saliendo de mi casa. Me siento satisfecho y con mucho sueño. La noche está linda, me agrada.
—¿A dónde vas?
—A descansar.
No conforme con esa respuesta, el doctor trató de seguir escarbando más adelante —pasa esa noche. Ve al día siguiente.
La respuesta fue otra afirmación tajante de su paciente —no hay otro día. Nunca hay día.
Ryan tranquilo, ya sin asombrarse, acostumbrado en ese poco tiempo al inusual relato surrealista de Carolina, le solicitó —entonces, sigue hasta cuando despiertes de nuevo, ¿lo puedes hacer?
Carolina se quedó muda, reflejo de su intento por seguir las instrucciones, y habló —es de noche de nuevo, han pasado nueve noches desde que me dormí. Tengo mucha hambre, Ryan...
—Lo sé, ya comerás, ¿puedes ver dónde te encuentras?
Ella levantó sus manos, tratando de tocar con sumo cuidado algo inexistente sobre su cuerpo, después de aclarar su propia duda, le contestó —es increíble..., estoy en el aire, estoy volando sobre la ciudad.
Las respuestas se hacían cada vez más descabelladas, y el doctor empezó a dudar de sus palabras "quizás sea sólo un sueño demasiado real que su cerebro asimiló como una vivencia verídica". La certeza de que había cometido un error en la canalización de la fuerza mental de su paciente se iba haciendo latente, y le preguntó más por protocolo que por verdadera curiosidad científica mientras recogía la libreta de notas desde el piso —¿volando?..., ¿estás en un avión?
Ella, fascinada con su visión respondió —no, estoy volando como un pájaro. Tengo alas.
El doctor ojeaba sus anotaciones buscando el punto donde se desvirtuó el trance de Carolina, y sin darle mayor importancia a lo que decía ella, le preguntó —¿alas sintéticas o alas reales?..., acaso ¿eres un pájaro ahora?
—Son reales. No, no soy un pájaro, más bien soy algo parecido a un murciélago, un murciélago muy grande.
Una leve sonrisa se esbozó en la boca del doctor, casi seguro de que lo que decía su paciente era una ilusión. Ya no le importaba que su nueva teoría no fuese corroborada, menos aún con un relato tan tétrico y fantástico como el que estaba escuchando. Se sintió relajado, mucho más tranquilo, como habiéndose sacado de encima un problema complicado, y aliviado continuó preguntando, pero esta vez para saber como terminaría la historia la fértil imaginación de su paciente y no para escarbar traumas en vidas pasadas —¿tienes pensamientos?..., ¿piensas como un hombre o sólo tienes instinto animal?
—Como... ninguno de los dos— respondió ella insegura.
—Si no eres hombre ni animal, ¿qué eres entonces?
La voz de Carolina se hacía distinta a cada palabra, se hacía calmada y susurrante —no lo sé, no sé lo que soy..., no tengo pensamientos de vivo, no los encuentro... Estoy muerto.
Ryan interesándose de nuevo preguntó —¿y a dónde se supone que vuelas?
Se estaba parando con la intención de detener la grabadora, cuando la respuesta lo dejó congelado a medio camino —vengo hacia acá.
Nervioso, con otro de esos presentimientos acosándolo, le replicó —¿dónde a acá?
El halo que envolvía a Carolina se hizo tenebroso, de miedo; desgraciado en el corazón del doctor y le respondió con un tono de burla en sus palabras —vengo hacia acá..., a tu despacho.
—¡Quéeee!— los ojos casi se le salen de las órbitas, la pesadilla en un segundo devolvían todos sus miedos a su cuerpo —¿y a qué vienes a mi oficina?— preguntó.
La voz de Carolina cambiaba más a cada momento, como si el emisor de una señal de radio se viniera aproximando rápidamente, haciendo la comunicación más potente en el receptor, su voz se tornaba ronca y profunda —¿no te lo imaginas, doctor?, ¿no eres tan inteligente?
Ryan Weill no respondió, no sabía qué hacer, quedó desconcertado con la respuesta, no tendía a creer lo que relataba Carolina, un mar de incertidumbre lo bañaba y él no tenía respuestas, al caso, no cabía duda de que si fuera o no cierto, él estaba aterrorizado, con la mente nublada, a punto de orinarse ahí mismo. La persona que hablaba no era su paciente, era otra, ¿sería eso posible?, ¿acaso estaba ante otro descubrimiento?, ¿podría ser Carolina un transmisor de radio que lo comunicaba con el más allá?, y si fuera así ¿ese espíritu le estaba gastando una macabra broma?
Sin pensarlo más, el médico buscó su saco y se lo estaba colocando, con la intención de despertar a Carolina y terminar la sesión cuanto antes, cuando escuchó el ronquido de nuevo —no puedes huir, Ryan. Ya no hay salida.
El sonido que producía la garganta de Carolina ya nada tenía que ver con ella, demasiado ronco para una mujer, demasiado ronco incluso para un hombre, tan ronco como una bestia. El psiquiatra asombrado y aterrorizado por las palabras, dejó salir un grito agudo donde apenas se entendía lo que decía —¡¿por qué?! ¡¿qué te he hecho yo?!
Carolina parecía muerta, no se percibía su respiración, y ya no habían movimientos oculares ni corporales, estaba totalmente apresada por el ente que hablaba a través de sus labios —me perturbaste, doctor. Te inmiscuiste en mis asuntos y ahora sabes quién soy.
Un sudor frío corría sobre la piel del psiquiatra mientras buscaba en su escritorio las llaves de la caja fuerte donde tenía guardado un revolver, se hablaba a sí mismo, produciendo unos sonidos ininteligibles producto del nerviosismo, estaba a un paso del llanto, a un paso de un ataque de histeria, y desde su escritorio le gritó a Carolina o lo que fuera que reposaba en el sillón —¡no sé quién eres!..., tú..., tú eres ¡Carolina!
—No soy Carolina. Yo hablo a través de ella, así como ella vio través de mí, y eso tu lo sabes, ella te contó lo que vio en mis ojos. Te relató siglos. ¿Te gustó jugar a ser Dios, Ryan?
El doctor, al no encontrar la llave, se dejó caer derrotado sobre la silla del escritorio, con la cabeza entre las manos, adolorido, arrepentido, angustiado, una lágrima se le asomaba por la mejilla izquierda, y con la voz temblorosa susurró con un sonido que sólo podría haber escuchado él mismo —la mataste maldito hijo de puta.
Resonando en todos los rincones de la habitación, el espíritu respondió —ella no está muerta, pero ahora ya no es de ustedes. Ella es mía; soy su mentor, ella desde hoy aprenderá de mí, y tú adelantaste su iniciación.
—¿Quién eres, desgraciado?— preguntó resignado el doctor Weill.
Se escuchó un ruido sordo en el ventanal, las cortinas se inflaron en un instante como si una violenta ráfaga de aire las hubieran movido, el doctor se espantó, levantó la vista y estuvo unos segundos mirando atento con el corazón ahogándose en su garganta, sin que nada más ocurriera en las ventanas. En el sillón, Carolina despertaba; se tomaba la cabeza con sus dos manos y carraspeaba insistentemente. Se escuchó una voz, y esta vez no la emitía ella, una voz muy ronca y flemática, una voz siniestra; venía de detrás de los cristales — Ryan. ¿Quieres saber quién soy?, soy un maestro eterno, el maestro que estabas desde hace mucho buscando—, y el ser hizo su presencia en la habitación.
Ryan Weill llorando, cayó de rodillas, sin siquiera atreverse a mirar. Se persignó y rezó mientras pudo, con los ojos cerrados —padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu re...
Como un susurro casi imperceptible, se escuchó la dulce voz de Carolina, su timbre sensual era salpicado con un tono burlón —tengo hambre, Ryan, y Dios no tiene nada que ver con eso.