Horas después de lo ocurrido en Malequem, un reducido grupo de miembros de la hermandad de los cuervos se encuentran sentados frente a una hoguera de gran tamaño, de las varias que hay, por el campamento, creando un extraño y llamativo juego de sombras sobre sus recios rostros.
Hace rato que han terminado de cenar unas frugales raciones húmedas, con fruta en su mayoría, y algo de vino aguado para los que han combatido; para el resto, agua fresca que han bajado a recoger al río.
Las chanzas han acompañado la cena, y puesto en evidencia la hermandad entre los hombres que componen el grupo, aunque ahora, hace unos instantes que todos se han ido quedando poco a poco callados.
—Hoy ha sido un buen día. Hemos mirado a la cara a la muerte y hemos salido indemnes —habla Gunthar como para sí mismo, con una jarra de vino en las manos; después se levanta para rodear el fuego y ponerse frente al grupo de hombres, interponiendo el fuego entre ellos.
Estudia con detenimiento los rostros de cada uno de ellos tratando de guardar el recuerdo, aunque sabe que el tiempo terminará por borrarlos con su inexorable paso. Tras los hombres que le miran con atención percibe un rostro algo más alejado, semioculto en la oscuridad que ofrece el cerco de luz que les dilata las pupilas.
—Comenzaré mi historia mucho después de que la historia comenzara —dice esto en un tono claro y nítido, para después quedarse callado mientras ordena sus ideas, y sonreírles cuando está a punto de comenzar.
La clara luz de la luna ilumina el estanque, que refleja los destellos plateados del astro nocturno en millares de guiños cómplices sobre las ondas creadas por las carpas, que buscan oxígeno en la superficie. En el centro del estanque, una pequeña isla de apenas diez metros de diámetro, es habitada por un sauce centenario bajo el que dos figuras, hombre y mujer, yacen juntas y abrazadas.
Gunthar mira a la mujer que descansa en su regazo con una respiración pausada y serena; después mira a su derecha y ve el agua oscura que parece murmurar para arrullarles en su compañía. Introduce la mano en el agua, mojando con ello levemente la manga de su camisa, para después tocarse su rostro con la mano húmeda, sintiendo el vigorizante contacto del líquido fresco.
Mira de nuevo a la mujer que le acompaña, cuyo rostro no puede ver en este momento al estar cubierto por su negro cabello, y siente una punzada de culpabilidad por sentirse feliz el día del segundo aniversario de la muerte de su hermano.
«Lo siento, hermano; hoy no es un día más especial que cualquier otro. Sabes que cada día me arrepiento de no haber estado contigo cuando más falta te hacía». Esta frase se ha convertido en un mantra que se repite a diario cada vez que se percata de que algo le hace remotamente feliz, como si esto le estuviera prohibido.
El dolor del pecho, ese dolor que al principio casi le mataba por no dejarle respirar, ha ido remitiendo con el tiempo; pero el dolor del corazón, ese que no le dejaba oír el trino de los pájaros o saborear los matices de las comidas, se le ha ido curando cada día pasado con la mujer que le acompaña en este momento.
—Tenemos que irnos, preciosa —le susurra a la mujer que ha comenzado a moverse cuando él se mojó la cara.
Ella asiente sin hablar, incorporándose de manera perezosa. Ambos cruzan abrazados el largo puente de madera que se ha construido para llegar hasta la pequeña isla desde una pradera de verde césped salpicado de miles de minúsculas flores de incontables colores que impregnan el ambiente de un denso y pesado olor.
Un poco más adelante, se encuentran con otra de las parejas de moda: la preciosa Luz, medio hermana de Gunthar al haber sido criada por Aquila junto a él y su hermano, y Knud, un rudo hombre del norte que, aunque joven, ha demostrado su valía decenas de veces. Gunthar siente una punzada de celos al saber de su relación; siempre ha querido a Luz en secreto, pero era de todos conocida su estrecha relación con Shalafi y manchar el recuerdo de su hermano es lo último que quiere hacer.
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De cómo Gunthar perdió el colgante
FantasyAño 750 d. C. Damasco, sede del califato Omeya. Las revueltas encabezadas por las hordas abasíes hacen peligrar la estabilidad de una dinastía que ha gobernado durante cien años. En medio de este convulso escenario, el aparentemente extinto clan de...