Cierra los ojos,
respira.
No es real si no lo crees.
La luz de sol se filtraba por la ventana, llenando de los sonidos matutinos la sala de estar. Una polilla revoloteaba de la cocina a la puerta, tratando de salir. La observé, trazando en su recorrido rutas desconocidas, intrincadas. Colores le precedían en el ir y venir de sus alas.
El olor de mi café ahora frío se desprendía sin darle mayor importancia, con desgana y menor interés que el de cualquier otro día. Parecía que la lentitud con la que se calmaban las cosas las llenaba de vitalidad. La ciudad se preparaba a sí misma juntando fuerzas sacadas del suelo y de los susurros de la madrugada para recibir el ajetreo de la modernización, cosa de todos los días, cosa de los próximos años.
El cambio era evidente. Los caballos y bicicletas habían abierto paso a otro tipo de traqueteos. Ruidos de máquinas filtrando el ambiente, llenando de enormes nubes de vapor las calles principales. Me agradaba la ausencia de silencio por la mañana, cuando comenzaban a mezclarse el metal y las voces de una ciudad que no olvida su esencia.
Sábado, 23 de julio. 1895.
Se cumplían dos años de la muerte de mi esposa y tan solo un mes de la desaparición de mi hermana menor. Las cosas habían cambiado desde entonces. A mi casa la luz del sol le parecía indiferente, manteniéndose fría desde entonces. El único calor que valía la pena ahí dentro era el de Miranda y solía sentir que se extinguía en más de una ocasión. Yo tenía 37 años, no del todo bien vividos.
Un golpe sordo en la puerta me apartó bruscamente de mis reflexiones interiores. Solía mirar hacia las ventanas esperando que las primeras siluetas se dibujaran tras las cortinas para que me dieran valor al salir. Esta vez no fue así. El culpable del percance me miraba desde detrás de la ventana. Parecía conocer mi ubicación, aunque estaba seguro de que no podía verme a través de las telas marrones que me regalaban algo de falsa privacidad. Pude distinguir una figura alta y delgada, llevaba sombrero de copa y formaba un hueco con sus manos alrededor de sus ojos, sirviéndose de ellas para intentar mirar algo dentro.
Algo me daba la falsa sensación de que podía incluso atravesar mis pensamientos. Estuve ahí, sentado, sin moverme, por lo que parecieron ser horas. Sé que no fueron más que unos cuantos segundos, pero lograron romper algo en mi interior.
Me moví con cuidado de mi sitio arrastrándome por el suelo. Giré hacia la ventana, tratando de descifrar algún atisbo de duda en aquella silueta que había logrado incomodarme al extremo en tan poco tiempo.
Nada. Seguía en su sitio, moviendo la cabeza de un lado a otro e inspeccionando cada rincón de la ventana buscando un resquicio entre las cortinas. Alargué la mano sobre la estufa. Di con el mango de una sartén vacía con la que hice un poco de ruido al arrastrarla por el quemador. Miré de nuevo a la ventana. La figura se había separado de la ventana.
Me puse de pie en un salto, apresurándome para abrir la puerta y correr tras aquel sujeto. Al abrirla, me lancé en un grito contra la nada. No había nadie frente a mi casa. Nadie corría por la calle huyendo con un sombrero de copa. Revisé el camino de izquierda a derecha, por todos lados. Absolutamente nada.
Las personas apenas comenzaban a salir de sus hogares y los sonidos de las puertas de los negocios que abrían se habían adueñado de la mañana, devolviéndole la naturalidad a un día como cualquier otro.
Me di cuenta de lo ridículo que me veía, con una bata que me cubría hasta poco arriba de las rodillas y estaba medio abierta. Andaba solo con un zapato y tenía las rodillas llenas de suciedad, alzando una sartén grasosa sobre mi cabeza. Las miradas de más de uno se giraron a mí, no tanto por las pintas que traía, sino por lo que representaba mi presencia en la calle.
Un color ardoroso se adueñó de mi rostro en segundos, lo sentí calentarme hasta las orejas. Cuando me giraba para entrar de nuevo a mi casa, vi sobre la alfombrilla de la entrada un pequeño sobre amarillo que rezaba: "Para Lizent H."
Miré de nuevo a todos lados, observando con mayor cuidado, tratando de captar un movimiento o sonrisa de complicidad. De nuevo, nada. Todas las personas habían vuelto a lo suyo, así que decidí hacer otro tanto con lo mío.
La pequeña polilla pasó por arriba de mi cabeza en dirección a la libertad. Agradecí en silencio el fin de esa peculiar distracción. Los ruidos de Miranda despertando en el segundo piso me regresaron a la normalidad, aunque el escalofrío del incidente no terminaba de pasar.
-Buenos días -grité con desinterés, a ella le molestaba que lo hiciera. Era como un recordatorio diario de su inevitable cansancio.
-¡Hola Liz! Ya bajo, señor -respondió también en un grito.
Miranda se dedicaba a cuidar de la casa, y yo cuidaba de ella. Era lo más cercano a un familiar que me quedaba. Mi padre la había contratado cuando era apenas una muchacha para cuidar de Cillah tras la muerte de mi madre, y seguía en la casa aun cuando nadie más que yo quedaba ahí.
Miré mi café, el olor que desprendía llenaba la sala y el periódico a su lado me daba la sensación de una escena ya vivida, ¿y cómo no lo sería? Era todo lo que hacía, mi rutina repetida hasta el cansancio que de alguna manera me satisfacía. Me quedé mirando absorto la mesa, mientras reparaba en cómo mi subconsciente trataba de obviar el propósito que aun cargaba en las manos.
Abrí el sobre valiéndome solamente de mis dedos. No fue una tarea difícil. Rasgué una orilla, cuidando en que el borde no cortara la misiva que contenía. La saqué con cuidado mientras escuchaba los pasos lentos de Miranda bajar las escaleras.
Mis ojos pasaron rápidamente por las líneas, escritas con pulcritud y soltura en una letra de carta bien cerrada con un mensaje bastante sencillo. No capté en un principio la intención de aquel papel. Miré la estancia como si fuera completamente ajena. Fingida.
Un simple escenario del que no formaba parte. Eso no era para mí, no podría serlo. Nada a mi alrededor lo era.
-Señor, ¿pasa algo?
La voz de Miranda a mis espaldas me erizó el vello de todo el cuerpo. No sentí su aliento en la nuca por poco.
-Nada -suspiré-. Déjalo estar, no es algo que te incumba.
Sé que mi tono fue huraño, pero no deseaba pensar que ella se inmiscuyera en mis asuntos, incluso si aún no los comprendía del todo.
El sábado no tenía que ir a trabajar. Las clases habían terminado el día anterior, aunque al parecer, mis problemas habían comenzado esa mañana.
Miré la sala, mientras escuchaba la voz de la única mujer que quedaba en mi vida. Un ser sin duda alguna vez fascinante. Pequeños hilos grises caían por la coleta alta de color rubio en la que recogía su cabello. No era vieja, pero sí mayor de lo que aparentaba. Sus manos tenían algunas pecas, que se notaban más en cuanto terminaba de fregar los trastos o lavar mi ropa.
A veces me sentía mal por darle esos tratos, pero era todo lo que conocía. Quería decirle que parara, que yo podría hacerlo y se negaba en redondo. Me daba un beso en la frente y me mandaba a dormir. Era mi madre y sabía que para ella siempre sería su hijo.
Siempre tenía una sonrisa amable y un consejo para mí, ¿por qué no confiaba en ella en ese momento? Nos conocía a la perfección, tanto a Cillah como a mí. Sé que su partida le rompió el corazón y la dejó completamente desconcertada. Estaba logrando salir de aquel dolor, ¿sería capaz de regresarle los recuerdos? Si no lo hiciera significaría la vida de mi hermana, si es que esa carta decía la verdad.
Me armé de valor y sentí como el aire abandonó mis pulmones. Decidí dejar caer todo el dolor que arrastraba durante los dos años que había durado aquella tortura, todo por una carta.
-Miranda -se giró para verme, sosteniendo un vaso en las manos- ¿Puedo leerte lo que me ha llegado esta mañana?
Sé que mi rostro dijo más que mis labios. Sé que el ruido del cristal al estrellarse contra el suelo duraría más de un segundo, llenaría el vacío que creó el silencio que le siguió a mi lectura de dos cortas líneas.
Dos cortas líneas que marcarían el rumbo de mi vida desde ese momento.
"Hola Liz. ¿Recuerdas a Cillah? Yo la tengo.
Tienes treinta días, o morirá.
-Con Cariño: Z"
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Sobre el abismo
Mystery / ThrillerUna carta, siete pistas incriminatorias y treinta días para enmendar su pasado. Tic tac, tic tac, la carrera de Lizent hacia el abismo ya ha comenzado. . . . Sábado 23 de julio de 1894 Inicia el infierno. El heredero de la fortuna familiar así como...
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