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Capítulo XI: Entre las cavernas y el infierno

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Sombras del color del fuego se desdibujaban, aparecían y me rodeaban. Calentaban un poco mi corazón, llenando la estancia de un olor avinagrado. Acudieron dolorosos recuerdos, punzadas de una vida pasada que había dejado de ser para mí algo más que solo eso. Recién acabada, mientras las horas del reloj comenzaban a pasar al revés, pero sin regresar nada a su lugar.

Aquellas sombras me sonreían con complicidad de un crimen desconocido, cantaban, danzaban, giraban en círculos detrás de mí, enfrente, abajo, arriba y en cada plano. Surgían de la oscuridad, volvían a la luz y reían en idiomas desconocidos y por inventar. Dedos que eran juez y verdugo me apuntaban en una sórdida mueca de podredumbre y pesadez que lograba entrar hasta mis huesos. Me tocaban sin tocarme, me veían sin ojos.

Se acercaban haciendo tiempo, dejando respirar al silencio que había consumido el aire en el lugar. La hierba fría me recordaba la realidad, ¿y cómo era posible? Si estaba entre cuatro paredes grises, aún más tristes que las sombras de mi pasado, de lo único que aunque doliera podría aferrarme.

Se acercaban a pausas, al latir acelerado de mi corazón que resonaba en el espacio. Podía huir, correr. Alejarme a toda prisa y ver en aquel resquicio, más allá de las sombras un atisbo de esperanza, algo fuera de la oscuridad y el dolor. Sin embargo, no me quedaba más fuerza para seguir.

Miranda me miraba desde una cortina de humo en un sitio desconocido, apenas al alcance de mi visión borrosa y desgastada. A su lado estaba Lisa, llorando sendas lágrimas de sangre. Caían al suelo y explotaban en llamas, miles de centellas corriendo en todas direcciones, incendiando el aire, calentando el suelo en el punto del que salían las sombras con su luz y oscuridad.

Por un momento decidí lanzarme al fuego, atravesar a los millares de dedos, y manos, y huesos y más dedos. Caer y finalmente abandonarme a aquello que todos tenemos por destino ineludible. La muerte me sabía dulce, mientras el olor azul del olvido me llamaba con amor. Cálido, suave. Desinteresado.

Me arrastré sobre mis rodillas, sangrantes aun. Sobre mis manos adoloridas, agarrotadas, que andaban sobre suelo fétido. Llenas de algo que conocía, pero que no podría explicar con palabras.

Mis muslos ardían, miles de cuchillos atravesándome.

Rogué por el descanso eterno, mientras me rendía frente a aquellos dedos. Se acercaron y entraron. Ojos, nariz, boca, recto. Era todos, y era nada. El vacío llenándome mientras el dolor desaparecía, nublándome la conciencia, de nuevo. Asesinando aquello que quedaba de mí, del hombre que un día fui.

Una risa femenina inundó la habitación, dejándome sin nada.

Estaba solo de nuevo frente a una silueta carmesí. El silencio se había fundido en la hermosa cadencia de su risa, mientras los dedos se alargaban en la oscuridad para desaparecer. Ella saludó y cada letra fue un poema.

-Me das pena.

Lisa me miraba sonriendo de oreja a oreja. Me miraba con repulsión y desprecio. Noté una sonrisa burlona bailar en sus labios, y apareció con la última frase que me mandaría al infierno.

-Tú ya no eres un hombre.

Se alejó de mí. Una figura desmadejada en el suelo, mientras vi partir una mujer que era todo tacón de aguja y el sonido de sus caderas al contonearse. Sus pasos callaron las miles de voces que en corrillo gritaban una sola cosa:

"Remedo de humano"

Algo que solo había logrado entender tras ver en los ojos de Lisa la única verdad que necesitaba.

Ya no era Lizent Hertbeker.

Era nadie.

Un golpe sordo me alejó de aquel sitio donde las pesadillas no eran nada más que eso. Incluso con aquellos sueños, prefería encontrarme ahí, donde mi único enemigo era yo mismo. Pasar la noche en la inconciencia seguramente habría sido mejor que regresar a la tierra, donde había dejado de conocer algo más que no fuera el dolor.

Los estragos de la noche anterior se hicieron presentes al instante. Estaba desnudo de la cintura hacia abajo. La saliva que salía de mi boca había humedecido la camisa. Había dormido sobre mi cara, encogido en un ovillo con las manos atadas a mi espalda con un cordel.

Traté de moverme, sintiendo como miles de pinchazos metálicos me atravesaban la carne. Intentar incorporarme hacía que cada fibra de mi cuerpo se crispara en gritos inaudibles de un dolor incomprensible. Las risas me devolvieron a la realidad.

Abrí los ojos que me ardían y apenas les entraba un poco de luz. Si lograse verme en un espejo estoy seguro que no podría reconocerme. Sentía cada moretón inundarme la cara para duplicarle el tamaño. No sé qué era la humedad que me recorría el cuerpo. Si eran mis lágrimas, el sudor u otros fluidos, incluida mi sangre, era mejor no averiguarlo.

- Y ahí está, Hertbeker -la voz que me presentaba prosiguió- ¿Ahora va a dejarnos tranquilos, señor?

-Ese no es Lizent Hertbeker.

-¿Ah, que no? -la incomodidad llenó la sala. El anunciante de aquel espectáculo debería estar ofuscado. ¡Que su mayor logro era una farsa! Bah, vería que lo era. Que sí, lo vería. -¡Hertbeker! -tres golpes a los barrotes- ¡Levántate!

Me di cuenta, por el tono de las intervenciones, que estaba solo en mi jaula. El ataque de la noche anterior había sido planeado; supuse.

Traté de moverme mientras me mordía los labios, de los que repentinamente noté un sabor ferroso. Mis articulaciones me fallaron, tirándome de cara al suelo de nuevo. El sonido de las campanillas rebotando en mi cabeza y el olor azufrado del sufrimiento me recordaban que el silencio es mejor que mostrar debilidad.

-Hey. Ayúdelo. Si no es Hertbeker, ¿qué le han hecho? -la segunda voz intervino con preocupación, una preocupación genuina y familiar.

-Está bien, ¿quiere verlo usted?

Escuché las llaves tintinear mientras abrían la celda. En mi estado, ni la vulnerabilidad de la desnudez me parecía un tema a tratar. Vivir ya no estaba en mis parámetros tras ser exhibido como un animal de circo.

El guardia me tomó del cabello y alzo mi cabeza hacia el hombre que me miraba desde detrás del enrejado, quien apretó los labios en una mueca de lástima mientras me quitaba la mordaza enmugrecida. Moví la mandíbula una y otra vez. Astillas de cristal marcaban cada músculo de mi cara.

Traté de mirarle en la penumbra y la incapacidad de mis ojos amoratados. Reconocí su rostro al instante. Las lágrimas se agolparon de repente, sin poder hacer nada más que dejarlas caer.

Estoy casi seguro que se dio cuenta de lo que estaba sucediendo mientras el guardia a mis espaldas gritaba en una jerga completamente ajena a mi situación si es que el hombre que había ido a verme ya podría estar tranquilo sabiendo que era yo el remedo de persona que sostenía en sus brazos.

-Lizent. Habla, por favor. Dime que eres tú.

Juro por mi madre que rogué no flaquear. Rogué al cielo y al infierno, al viento, al agua, al cielo. A cada entidad que a la que algún ser humano alguna vez haya hincado la rodilla. Rogué por lo único que parecía existir ahora mismo, rogué que no fuera una mentira. Rogué para que una sola palabra saliera de mi garganta hecha pedazos.

-Haldred -respondí.

El doctor cayó de rodillas en sacudidas y sollozos mientras me veía ahí, totalmente despreciable y convertido en polvo.

-Suéltelo -dijo después de un silencio que pareció eterno- quiero hablar a solas con ese hombre.

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora