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Capítulo VIII: La muerte

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Al cruzarme por los escombros de la iglesia me di cuenta de la magnitud del incendio. No había logrado notar la gravedad de la situación desde dentro, tal vez porque mi locura me había mantenido fuera del entorno.

Incluso después, en la soledad y hermetismo de mi casa, no había caído en la cuenta de que la luz de la plaza central no era más que el fulgor de la catedral. De haberlo visto en mis quince, me habría dado cuenta que la cosa no plantaba para nada bueno.

Supuse que pasaron toda la noche tratando de apagar tras echar una mirada adentro de la pobre estructura que había quedado en el lugar donde el edén había bajado a la tierra tan solo a mis ojos la noche anterior. Los escombros se habían convertido en una representación digna del infierno.

Los rostros deformados de las estatuas y las pocas columnas que aun se mantenían de pie, ennegrecidas en odio, me miraban con sed de justicia. Sabiendo que no era mi culpa, ¿cuánto faltaba para que eso también lo fuera?

Dos guardias hacían las veces de espantapájaros en la entrada principal. Supuse que evitaban el saqueo, y me apostaba la vida a que fallaban a propósito en hacerlo. Los cuervos llegaban, y ante su pasividad; se alimentaban a llenarse. Una metáfora perfecta para el augurio de las nubes de tormenta en el cielo.

Decidí hincar la rodilla en el suelo y persignarme ante aquel dios tan vivo y presente, el fuego. Sabía que aquel acto llegaría a boca de miles, pero no lo haría de la manera en la que yo esperaba.

De esa forma me despedí de la iglesia para tomar rumbo a casa.

Las cosas no habían cambiado demasiado desde la mañana. Al entrar a la sala me di cuenta de cómo todo mi cuerpo estaba sumergido en un sopor ya cansino. Ansiaba la energía correr en mi mente, y poder desear las cosas que cualquier otro día me parecían tan cotidianas, pero que sin duda hoy me harían sentir mejor.

Encendí algunas velas, a pesar de que era plena tarde. Decidí enjugar mis pensamientos mientras tomaba un baño. El vapor me rodeó con celeridad, sumiéndome en una niebla más clara y menos espesa de lo que me parecía el destino. El día de mañana podría ser una tarea difícil. Tal vez otra noche de correr entre las llamas y rogar por mi vida.

Había pasado muy poco tiempo desde que todo había comenzado y podía ya contar una iglesia y un niño entre mi lista de asesinatos a sangre fría. ¿Qué había causado todo eso? Podría aguantar un poco más, pero tarde o temprano tendría que acudir -o comparecer- ante la policía.

Sabía dentro de mi ser que el orgullo no me lo permitiría, no era la clase de hombre que se doblega ante algún uniformado. Nunca me había visto en esa necesidad, y el dinero era un buen soporte.

Tal vez alguien había preparado con suficiente antelación aquella suposición. Pagar por las injusticias de los Hertbeker, hasta a mí, me parecía un trato razonable. Lo que dolía en el fondo, era que tantas cosas se estuvieran saliendo de las manos. La vida de Miranda era una de esas que me lamenté se encontraran a medio camino.

Las ampollas de mis manos seguían supurando. Debía ir con un médico.

Sonreí, ya que había pasado la mañana en el hospital y nadie había notado lo que tenía, lo atribuirían a otra de mis excentricidades mientras que Miranda sí lo había hecho.

Creí que era una buena idea regresar a pasar la noche con ella cuando recordé la carta que el doctor me había entregado. Era cuestión de vida o muerte lo que aquello guardaba como para que se hubiese dado cuenta de la sombra que me perseguía.

Aún con agua escurriendo de mi cabello y barba, sostuve la carta con pinzas para no mojarla. Así fue como recibí el último mensaje de Z.

"Has tenido demasiada suerte,

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