Presté atención a mí alrededor hasta que Haldred se había ido, precedido por el compás de su respiración agitada y su incansable sacudir de manos.
Cada cosa estaba en orden. La camilla tenía sábanas limpias, yo estaba completamente vestido y mis manos vendadas con un aroma penetrante de ungüentos alcanforados. Mis labios estaban húmedos y a pesar del latir en mis sienes por la hinchazón, podría decirse que me sentía bien.
¿Bien? Sí, bien. Nuevo. Recién hecho.
Mis dedos bailaban sobre la madera en la que estaba sentado. Tocaba "Invierno", con algunos toques propios de notas verdes y algunas variantes de gris. Tocaba sin escuchar nada más que el compás afinado en el vaivén de mi mano derecha. Sin arco, sin violín y apenas con el intérprete.
Ataques fuertes, crescendo y una caída. Arriba. El viento soplando contra mi cara con fuerza de hielo. Los pasos acercándose a mi celda, la desesperación.
Rompí el tempo mientras la melodía seguía sonando interpretada por las hojas secas que entraban por la ventana. Sin ninguna piedad contra mis dedos entumecidos, seguían atacando. Reclamando dentro de mí una melodía que clamaba por salir, pero estaban por llegar. Pasos apresurados que venían a por mí.
Desesperado hundí las manos en mi pecho que gritaban por ser liberadas. Temblaba. Espasmos se apoderaban de mí, haciendo bailar mi corazón al ritmo de una canción que delataría mi presencia. Me mordí los labios hasta que sangraron.
No debía hacer ruido. Él volvería, y yo estaba igual o más indefenso que la noche anterior. Él volvía, acompañado de un cómplice que se apropiaba de las sombras de la noche para consumar una venganza de cuya motivación nunca fui partícipe.
Las lágrimas corrieron por mi rostro sin hacer el más mínimo intento de detenerlas. Rogué en silencio, esperando que los gritos en mi mente llegaran hasta Haldred, o a Dios. Pedí que se detuvieran.
Esperé en silencio, arrinconado como un animal, temblando contra la pared esperando el tintineo de un manojo de llaves que anunciarían mi condena, esa de un delito que aún no acababa de comprender.
Todo mientras mis manos seguían. Ellas sabían más bien que yo lo que querían. Querían bailar en invierno, aun cuando cada articulación, músculo y punto existente gritaba que se detuvieran. Les gustaba ese sufrimiento que dentro de sí mismas les satisfacía cual dioses mirando a su creación imperfecta. Se regocijaban en mi desesperación, en mi necesidad de silencio, en el ímpetu de mi corazón en mi pecho que gritaba por una pausa.
Hasta que los pasos se detuvieron a unos cuantos metros de distancia. Las llaves tintinearon causándome un escalofrío. Un gruñido sordo, seguido de un fuerte impacto contra el suelo.
Y el silencio.
Estuve ahí sentado en el rincón de mi celda por lo que parecieron horas. Mis manos volvieron a la música en perpetua afonía. Las cuatro estaciones, completas. Sonata en do mayor, Allegro Maestoso.
Invierno, invierno, invierno.
A mitad del tercer invierno cogí valor suficiente como para moverme de mi sitio. Escuché los resquicios de sombra, trepando por las paredes. Pasos de criaturas infrahumanas, casi tanto como aquellas que se acercaban a mí hace algunas horas.
Anduve a cuatro patas por lo que parecía una calzada de esquirlas y carbones encendidos. Con los dientes atravesando mis labios conseguí llegar los barrotes y alargar un poco la vista. En la penumbra logré ver dos cuerpos tumbados, uno sobre el otro a unos cuantos pasos de mi sobria habitación. No pude reconocerlos por las complexiones, pero rogaba en silencio que el sobre amarillo que resguardaba mi celda no me diera alguna confirmación de mis sospechas.
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Sobre el abismo
Mystery / ThrillerUna carta, siete pistas incriminatorias y treinta días para enmendar su pasado. Tic tac, tic tac, la carrera de Lizent hacia el abismo ya ha comenzado. . . . Sábado 23 de julio de 1894 Inicia el infierno. El heredero de la fortuna familiar así como...
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