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Capítulo X: Lujuria

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-¿Fil?

-Liz, como escuchaste. -sonrió con sorna- Te quedarás acá un tiempo.

-¡No! -grité con todas mis fuerzas, esperando no sonar como lo hice. Un animal desesperado y moribundo- Cillah, ella...

-¿Ella qué? -creí que en su silencio esperaba una respuesta- ¿Ella qué? ¡Contesta, imbécil!

Repitió, marcando su pregunta con un golpe directo a mi estómago. Perdí el aire y mi visión se nubló en un mar de estrellas.

-Ella...

Tosí, incapaz de continuar.

-Ella huyó de ti, como todos. Como siempre, -se acercó a mi rostro. Encogí las rodillas en el pecho, esperando cualquier arrebato de su parte- ella era la única que no estaba podrida.

Miré al guardia alejarse con paso apresurado, arrugando una boina entre las manos. El odio que mostraba su mirada no era comparado al dolor de su corazón. La decepción le había matado un poco del alma y aun cuando la culpa no era mía, no podría echarle en cara la venganza.

Miranda no estaba, y me encontré completamente solo. El frío que me invadió era sencillamente indescriptible. Me parecía más fácil dibujar siluetas en la penumbra en la que estaba sumido, rogando a algunas de ellas que me cargaran en un momento a la muerte.

De entre todas ellas, un vestido rojo saltaba a mi vista con armonía y soltura, deslizándose a merced del viento en los deseos que mi mente guardaba. Y ahí seguía, mirándome desde el patio de la prisión. Sin acusarme, sin pedir a gritos mi muerte.

Lisa volvía a mí.

"No seas imbécil. Ya no está, no hay nadie."

Y volvía a llorar. Cerré los ojos, viendo como las sombras pasaban sobre mí y me engullían en el ir y venir de sus pasos, en el furor de la multitud. En el silencio errante de aquellos que resguardan lo que creen bueno, en el griterío ensordecedor del ardor de la fe y el odio desgarrador de sus puños al aire, suponiendo que la vida se mueve a sus designios mientras el verdugo solo levanta un dedo y aquella víctima que a la vez ha sido el victimario sella sus labios, tal vez para siempre.

Me sorprendí en pensar que con aquel pequeño gesto, se perdía todo rastro de inocencia.

Escuché mi nombre provenir de una voz desconocida.

-Hertbeker, señoritingo de primera ¿Qué hace usted por aquí? -Preguntó esa tarde al verme tirado a la entrada del patio.

Pasaba a rastras, cargado a hombros de dos oficiales con pinta de querer lo mismo que yo; callar a ese imbécil. Juré que nunca en mi vida lo había visto, y aunque fuese común que cualquiera supiese de mi apellido, mi sorpresa no se vino a menos.

-¿Te conozco? -los guardias pararon con él a mi lado, con una sonrisa socarrona asomando en sus labios.

-No, pero lo harás -encogí los pies en cuanto su saliva tocó el suelo-. Hoy duermo contigo.

Se fue dejándome un vacío en el estómago, que ni la pasta gris que servían de alimento pudo llenar.

Filen pasaba más de lo que me gustaría a revisar mi estado. Me miraba de soslayo cada vez que algo se cruzaba por su camino alrededor del edificio, cuidando cada uno de mis movimientos, como si me quedasen fuerzas para andar.

En mi defensa y para calmar un poco las voces que amenazaban por robarme la cordura, estar en la prisión era igual a un resguardo del exterior. Dejarme de las cartas, el miedo a Z y el dolor de la pérdida habían pasado a segundo plano. Aun me taladraba la mente el pensar en Cillah y en como el reloj no dejaba de andar, pero sin poder hacer más el enigma estaba más cerca de resolverse, al menos en mi concepción más estúpida del mundo.

Miranda ya no estaba, y no volvería jamás. Pensaba en ella y el calor de sus palabras cuando una joven mujer vestida de blanco se acercó a mí antes del atardecer. Me miró con compasión, como a un perro apaleado. Escuché que alguien le gritó algo en una clase de jerga que no fui capaz de comprender, y presta tomó mis manos. Actuó con habilidad y soltura, cortando a diestra y siniestra trozos de algodón, así como vendajes inundados en pus y sangre.

La visión me pareció repulsiva y el dolor me hizo voltear la mirada, mientras que el semblante de aquella muchacha se mantenía pétreo, perdida en un mundo que tal vez no compartíamos, aun estando en el mismo plano.

Intenté hablarle, aunque de mis labios no saliera sonido alguno. Creí sentirme incapaz de agradecer lo que hacía por mí. Las lágrimas acudieron de nuevo a nublarme la vista y al verla partir me dedicó una sonrisa angelical, cargando en una pequeña bolsa gris todos sus instrumentos. En caso de existir, esa mujer se merecía el cielo.

Pocos minutos pasaron de mi paseo por el Edén para caer de bruces de vuelta en el infierno. Alguien entraba por la puerta de la celda y no era nadie más que el sujeto que me había topado tras mi intercambio con Filen, y seguía sonriendo.

-Hoy vas a tener compañía -una risa nasal se desdibujó camino al pasillo, dejando el eco de sus palabras siguiendo sus pasos.

El silencio se alargó más de lo suficiente, a pesar de mi indiferencia y la necesidad de cortar aquella escena lo más pronto posible.

-¿Sabes quién soy?

El hombre misterioso y de sonrisa estúpida acudió.

-No, ¿acaso tú lo sabes? Déjame en paz, y te ayudo en lo que quieras en cuanto pueda salir-prometí, sabiendo que no hablaba en falso.

No supe la velocidad con la que se acercó a mí, y su aliento en mi oreja me causó escalofríos.

-De ti no quiero dinero, Hertbeker -su respiración era pausada, áspera. Tragué saliva- quiero otra cosa.

Sus dedos se perdieron en mi cabello mientras tiraba de él hacia atrás, dejando mi cuello a merced de cualquier arma. El miedo me invadió desde la cabeza hasta los pies. Huiría, gritaría. No quería morir esa noche

-Quiero algo de venganza, ¿sabes? -Prosiguió- tu padre violó a mi madre, ¿tenías idea? ¡Ja! ¡Claro que no lo sabías! Ignoras absolutamente todo aquello que no te acomode, ni a ti ni a tu apellido.

Rio y sentí su aliento traspasar mi carne, hasta las venas, helándome la sangre. De todas las cosas en la vida, eso era lo último que yo esperaba.

-No sé de qué hablas, pero por favor- -

-¿Por favor? ¡Por favor! ¿Te crees en posición de pedir algo, Hertbeker? -el primer golpe fue a las costillas. Sentí el impacto dejarme sin aire- ¿Sabes a quién le pides algo? Soy un sin nombre, y nada de esto es culpa tuya.

Guardé silencio, incapaz de pensar y tratando de bloquear cada segundo de las siguientes horas que para mí se convertirían en días y semanas. En aquellos días podría resumirse mi vida.

La noche cayó lentamente, aletargada. Anunciando un acontecimiento sin parangón del que el cielo y cada piedra en la tierra sería testigo.

El crepitar de la madera resonaba en cada esquina, llenando el silencio de un vacío insondable. Las puertas de barrotes oxidados crujían a la más mínima provocación del viento, recordándome la fragilidad de mis palmas adoloridas contra el suelo.

El ardor de las lágrimas bajando por mis mejillas quemaba más que el peso de los recuerdos, que hacían un contrapunto incómodo en aquel amasijo de piernas, carne y pelo en el que me había convertido. Incluso con las rodillas en carne viva, acudían a mi memoria cosas tan dulces como la risa de Lisa, el olor del viento al alborotar la melena de Cillah. La explosión de colores en mis labios al probar la comida de Miranda una mañana fría de domingo.

Todas y cada una de esas cosas eran algo que aún no me abandonaba, mientras un líquido viscoso bajaba por mis piernas, y la camisa que hacía las veces de mordaza contraía mis quejidos en una mueca perpetua de dolor. Mientras cientos de risas me rodeaban, saliendo de una sola boca. De un solo par de labios, que escondían algo que era todo dientes en un abismo pestilente.

Esa fue solo una de aquellas noches que me perseguirían hasta el último día.

Tal vez una de mis mudas plegarias llegó al cielo, cuando el dolor me arrastró a la inconciencia.

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora