Tercer Día

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"La peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás tener."

—Aang—susurró la morena, por milésima vez esa día y el nombre resbalándose por sus labios, la lleno de calidez y le supo a gloria.

Ahora sabía su nombre; el desconocido chico en el tren tenía un nombre. La palabra se había quedado grabada a fuego en su memoria y para Katara resultaba imposible de olvidar.

Con delicadeza extrema, temerosa a dañar la delicada hoja, la muchacha guardo el dibujo en una cajonera, entre las hojas amarillentas de un libro viejo. Era su nuevo tesoro, algo tan valioso como el collar de su madre.

Se quedó un largo rato leyendo la hoja que acompañaba el mensaje, pasando la yema de sus dedos con timidez sobre la caligrafía.

—Aang—repetía ella, encantada de la vida.

¿Que era todo aquello? ¿Que había pasado en esos dos últimos días? Katara simplemente, por imposible que pareciera, se había enamorado de un completo extraño. Y la ilusión era aún más grande, al pensar en los gestos del muchacho que parecían corresponder sus sentimientos.

El prestarle sus guantes para que no tuviera frío, el consejo sobre cómo pasar más placentero el viaje, la sonrisa coqueta, el gesto de saludo que le dedicó incluso cuando no parecía estar de ánimo, aquel dibujo y la molestia de escribirle una nota diciéndole su nombre.

Todo eso debía de significar algo.

No podían ser solo casualidad ¡Él también estaba interesado en ella! De no ser así ¿por qué había hecho todo eso?

¡Era todo una locura! Pero Katara descubrió que la situación la entusiasmaba. Aang era un chico tierno, simpático y agradable, como ninguno que había conocido.

—Podría funcionar—se dijo a si misma, mientras abrazaba la almohada de su cama antes de irse a dormir.

La mañana siguiente, Katara le dijo a Sokka que aquel día tomaría el tren de vuelta a casa.

—¿De verdad?—había dudado su hermano, consternado por su ahora cambio de parecer con respecto a tomar aquel trasporte—. ¿Que pasa contigo ahora? Creí que odiabas viajar en tren.

—Aún lo odio—respondió la muchacha de ojos azules—, pero el trayecto de pronto se ha vuelto más soportable.

El día se le había hecho interminable en el colegio, mientras esperaba la hora de la última campana.

Su mano, sujetando un bolígrafo negro, lo único que podía redactar en su cuaderno era la misma palabra.

Aquel día, sin importar lo que ocurriera, Katara llegaría hasta donde él y le diría su nombre. Tal vez, si encontraba el valor suficiente también podría pedirle su número de teléfono.

Durante la penúltima hora, mientras garabateaba en su libreta, sintió como alguien agitaba su hombro. Al levantar la mirada, encontró a uno de sus amigos.

—Estás en las nubes, Kat—Haru le dedicó una sonrisa burlona, mientras apretaba la correa de su mochila.

Katara se apresuró a ocultar los vergonzosos corazones dibujados en su libreta.

—¿Que pasa?—preguntó la muchacha, acomodando detrás de su odio un mechón rebelde de su cabello.

—Al parecer el profesor no ha venido para la última hora, así que ya podemos irnos.

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