Negación

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En los brazos de Morfeo no se sentía adormilado en lo más mínimo. El infeliz ser sin rostro estaba feliz, en aquel permanente estado de felicidad que le permitía permanecer vivo. Era el paraíso con el que había sido bendecido y era de esa manera que se permitía verlo materializado.

Aquella cueva húmeda y maloliente se había vuelto su hogar, construido exclusivamente para él. La encantadora presencia de aquellas figuras que lo enloquecían se dibujaba a su alrededor, cuidándolo, protegiéndolo. Dedos fríos se clavaban hacia dentro de su piel, apretando su alma con fuerza. Las tiernas manos se aferraban a sus manos derritiéndose en las mismas con un dulzor carmín que podía olfatear y saborear.

Se levantó de su nido de amor despedido con la gélida entrada del aire en los orificios en sus costillas. Su cuerpo esquelético y pulcro estaba cubierto por una tela negra con detalles rojos que se arrastraba por el suelo. La herida de su vientre se arqueó en una sonrisa al sentir la suavidad sobre sí mismo.

Lo amaba, junto a la miel carmín también olfateaba un aroma sutil, un aroma suave que lo cubría. Era un aroma que disfrutaba, que le traía recuerdos hermosos. Caminaba con sus extremidades puntillosas con agitación provocada por el deseo. Pasos cada vez más largos, más rápidos, con una ansia que no le era desconocida pero que no por ello le era menos amena.

Lo veía, podía ver si hermoso mosaico de preciosas manos despidiéndole, como una madre que se separa de su hijo, su amante en su lecho con ojos tristes, paredes pintadas de los colores más hermosos que hubiese podido imaginar alguien quien nunca los habría visto.

La figura monocroma se adentró en un plano blanco, en un lugar cálido como el vientre de una madre. El viento caliente recreaba su figura, permitiéndole sentirse en paz, era el mejor lugar que conocía mientras que el líquido a la vez refrescaba su piel en cada ocasión que pasaba por este. Muchas veces no podría evitar recogerlo con sus manos y llevarlo de vuelta a su morada.

—Eres despreciable — tembló, lo escuchó, sintió aquella grave voz agitar hasta el último milímetro de su alma, hasta la última onza de su ser se puso en guardia. Era él, su instigador, su cruel torturador, la voz de la que no podía escapar y de la que ni siquiera su lecho podía protegerle.

—Esta noche también...

Los vivos colores se iban apagando, aquel ser iba drenando su vida, su felicidad, su luz. Sus más hermosas fantasías se marchitaba, se secaban a su alrededor sin que pudiese hacer más nada que fijar sus afiladas garras contra su cabeza en la más pura desesperación. No había nada más que hacer, lo había intentado todo. ¿Por qué no podía ser feliz? ¿Qué era aquello que disfrutaba con su más profundo odio?

Impotencia: la más horrible de las sensaciones. No importa lo que hagas, no importa cuánto luches o que tan lejos llegues, todo será insignificante al final. No serás recibido a los brazos de un final feliz sino en la cuna de tu propia miseria. Un horrible sentimiento de rencor propio que empujaría a todo aquel melancólico a dar el último paso de su intrascendente existencia.

Estaba frente a él, no lo veía pero lo sabía mientras su mundo, su más perfecto edén era reducido a poco más que una estatua, un recuerdo, nada más que un recordatorio más de cómo él no podía permitirle un solo momento de felicidad. Sus manos temblaron, la tela desapareció de su cuerpo así como la única muestra de felicidad antes de que lentamente solo recogiese los escombros de su sueño.

Todo deseo o anhelo había sido eliminado, tan solo escombros quedaban por ser recogidos. Aquel mundo onírico, inequívoco refugio de paz era ahora solamente una fosa, una celda que profundizaba su propia soledad. Pero estaba bien, todo siempre estaría bien.

Estaba bien porque siempre quedaba el amor. Cuando su amante estuviese completa, cuando estuviese a su lado todo simplemente desaparecería. Los susurros de todos aquello a lo que ha amado le rodeó para reconfortarle mientras su cabeza, rota en dos, con muchas sonrisas dibujadas con las marcas de sus propias manos se abrían con dientes redondos.

—Haz lo que quieras conmigo. Estoy aburrida de todo.

—Es mi hora ¿No?

— ¿Crees en Dios? Yo lo hago... Sé que iré al cielo...

—Déjame... Por favor... Ya no más...

—Me duele

—No puedo creer... No quiero que sea así...

—Te amo...

Una horrible cacofonía deleitaba sus sentidos, le reconfortaba, le devolvía la vida, le hacía olvidar la voz vigilante que rente a sí se encontraba, no era capaz de verle a los ojos, no podía hacerlo, aunque pudiese ver todo a su alrededor sin importar que tan escondido estuviese aquella imagen estaba borrada de su ser.

La respiración se normalizaba, los colores que no volvían nuevamente se fundían a negro, le escondían, eran su confesor en el que podría estar feliz. Su viaje poco placentero había sido arreglado por su devoción, por su más puro deseo y por las esperanzas y sueños que se escondían en su corazón.

Los atisbos de peligro, impotencia y culpa se fueron subsanando cuales heridas que cicatrizaban en su corazón, no obstante él seguía allí y con aquella voz grave y profunda acalló toda fe. Miles, millones de palabras que escuchó de aquellas a quienes más amó fueron eliminadas con solo un puñado de palabras tan certeras como una flecha directa como su corazón, relatadas en el susurro confidente de un amante:

—Tú no tienes amor.

La vibración aumentó, esas palabras habían encendido algo dentro de sí, una herida casi cerrada que por aquellas malditas palabras había vuelto a florecer dolorosamente en su interior. La ansiedad y el dolor físico llevaron a la reacción más natural, más esperable pero a la vez tan primigenia que cualquiera podría entenderla.

Un grito

Un agudo grito salió de todas las ocas, un grito de dolor e ira, un grito que delataba lo imperdonable del acto. No había palabras ni moderación mínima en aquella expresión, solo dolor, solo angustia, solo soledad, solo una furia creciente que hacía que el calor dominase cada aspecto de su cuerpo, un grito que abandonó el reino de los sueños y se reflejó en la realidad.

Un desgarrador chillido que a la vez que desfogaba, destrozaba el alma. Le habían lastimado, era su culpa, todo era por su causa. Su espalda se inclinó antinaturalmente provocando que la hendidura de su abdomen se abriese completamente, mostrando sus dientes, desgarrando los bordes de estas mientras que sus afilados dedos se clavaban en sus brazos.

Lo odiaba.

Hambriento DeseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora