Ira

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Una visión auditiva borrosa a causa de los gritos desgarradores que emanaban de su vientre. Ni todo aquello que amaba, ni todo aquello que significaba tanto para él, no importaba cuanto más la rugosa piel petrificada de las manos que estaban de las profundidades intentasen devolver a su anfitrión a la normalidad. Estaba cegado, llevado al límite por una maldición que no conocía culminación para su horrible martirio.

Una decisión, un simple momento en el que todo cambia a nada, un parpadeo en el que un intercambio mortal te lleva a la felicidad o a la agonía. Un momento de límite espiritual en el que la propia sanidad mental no permite pensar. Una apuesta que no se puede hacer de forma racional, un testimonio tan fiel de la debilidad humana como el mero hecho de sentir odio a aquel que nos ama.

El núcleo de aquel predicamento estaba prohibido, no lo sabía pero su propia naturaleza lo percibía. Los dientes provenientes de la gran herida de su vientre le lastimaban permitiendo que su putrefacta sangre cayera copiosamente sobre sus alrededores. Las manos de sus amantes, la tierra que pisaba y las ratas que se daban un festín impune, convirtiendo lo que alguna vez fueron manos femeninas en tan solo un recuerdo amargo de un asesinato.

Su furia, el propio límite rebasado de su paciencia infectó a todo lo que su sangre proterva manchaba, le dotaba de voluntad. Las manos del suelo se movieron con rabia descontrolada poniendo en movimiento la escenificación infernal. Su lecho se retorcía con ira salvaje, las garras del suelo se clavaron sobre su piel, hambrientas de sangre, recibiendo como respuesta zarpazos que abrían agujeros en el suelo.

Las aguas inmundas se abrían paso en el inmaculado escenario convertido en una personificación de la estabilidad mental de su amo. Su edén estaba destruido a causa de su propio salvajismo pero ni una sola gota de remordimiento se mezcló con toda la locura que predicaba con sus gritos, no importaba lo que pasase, no importaba que tan mal se encontrase la situación, su agresor era el único culpable de todas sus acciones.

Su odio era visceral, su cuerpo se movió con rapidez y cargó contra los barrotes que lo reparaban del resto del subterráneo. Su cuerpo se sacudía de formas antropomórficas azotando sus escuálidos brazos contra el metal oxidado. Los pedazos caían a su alrededor y se hundían junto con los desperdicios humanos del agua. El sonido resultaba ensordecedor pero había un objetivo que lo llevaría a su clímax: la venganza.

Una venganza milenaria, la búsqueda de la satisfacción de la catarsis de castigar al pecador que con tan solo un puñado de palabras había arrebatado todo lo que para él representaba la máxima importancia. Sus huesos sonaban y se quebraban mientras avanzaba habiendo ya perdido todo atisbo de lo que podía ser considerado como una moderación en su monstruoso actuar.

Acompañado de un coro de gritos clavó sus brazos destrozados en la pared frente a sí. Un sonido metálico, una puerta de metal frente a su rostro que no dudó en estrellar en su contra. Golpes fuertes, sonoros que permitían a su sangre pétrea manchar una vez más la misma, una y otra vez, sin misericordia, sin límite, era su obstáculo o él el que se vería eliminado esa misma noche.

La enorme pieza de metal cayó a sus puntiagudos y lastimados piel, acompañado de su desplome permitiéndole sentir la rencorosa sensación de espinas rozando su piel. Las heridas no lo detendrían, tampoco la falsa solides de las enredaderas que intentaban detener su paso ni mucho menos la sensación intangible de pétalos besando su piel en un intento por calmarlo.

¿Dónde estaba el calor humano? ¿Dónde estaba la áspera piel hinchada que raspaba su piel? ¿Dónde estaba el putrefacto chillido de las ratas o el aleteo de las moscas que comprendían la importancia de su mundo? Todo perdido, todo perdido por la desilusión de aquel quien no paraba de destruir su alma, de marchitar y petrificar su corazón día a día, con susurros que no se detenían ni siquiera en el sacro lugar onírico al que había llamado hogar, al que se había entregado con entereza.

El maligno olor cálido intentaba engañarlo. Había una traicionera intensidad que en el fondo le recordaba a todas sus acompañantes. No podía dejarse engañar. El dulce no era aquello que debía quemar su herida abdominal, aquello que debía adornarla era un sabor metálico de similar fortaleza.

Una nueva locura, su columna comenzó a girar y flexionarse antinaturalmente e todas las direcciones mientras, como represalia por haber pervertido su utopía, la destrucción de sus cada vez más desgastados brazos fungía en contra de toda creación en su camino.

―Otra vez...

La voz, la escuchó con mayor claridad de con la que el coro de gritos hacía a su cabeza temblar en una amenaza por estallar. Las vibraciones en todo su cuerpo no se detenían. Lo había encontrado pero la debilidad comenzaba a aquejarle. No... Debía ser incansable, su humeante sangre debía derretir y destruir todo a su paso como magma ardiente.

Un paso, otro paso, debilidad, otro paso, ira. No debía detenerse, esa era la última vez, no quería fallar, no quería que su campaña terminase en el corredor espinoso que parecía no tener fin. Si era tentado por los besos mortíferos y nauseabundos que caían sobre su piel negra con cada movimiento entonces no podría soportarlo, era la última vez, no quería, no lo soportaría.

Lo obligarían a estar solo, no quería estarlo, no quería volver a ese agujero en su pecho, no quería volver a la indiferencia entre la vida y la muerte, no quería volver al tiempo en el que la ausencia de propósito lo marcaba como un no vivo. Si volvía a eso tras haber conocido el amor, tras haber probado la atención que le habían regalado las incontables horas que tuvo de vida entonces ya no habría razón para vivir.

No quería estar solo. Él quería que su vida acabase, quería que su felicidad no se convirtiera sino en un recuerdo culposo. No podía permitirlo, necesitaba cortar aquel pecado de raíz en nombre de todo en lo que alguna vez ha creído. Uno, dos tres pasos más, las puntas de sus garras finalmente alcanzaron el final. Un par de dedos cayeron quedando clavados en una de las paredes como inevitable testigo de su valentía y decisión.

Su agujero se arqueó, lo había encontrado. Era el fin. Podría ser feliz, podía volver a la vida que conocía. ¿Volver? ¿A que habría vuelto? ¿Por qué de repente el vacío de la culpabilidad había vuelto a dominar su corazón? Era horrible, era casi tan devastador como el desamor. Apenas podía tolerarlo.

Era un demonio, eso es lo que era. Había dominado su corazón para que lo traicionase. ¿En qué podía confiar si no era en su corazón? Un grito de impotencia salió de su abdomen no obstante el mismo solo surgió por un segundo antes de ser acallado. Cayó de rodillas, postrado frente al causante de su miseria ¿Buscaba misericordia?

―Es hora de despertar... ―dijo la voz con autoritarismo.

―Has estado jugando este juego infernal por demasiado tiempo. Observa el daño que has causado.

Hambriento DeseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora