Capítulo III

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¿Dormir? ¿Había dicho que iba a dormir?

Estaba agotada.

Salí de mi cabaña a paso lento, ya que los líderes de cada escuadrón tenían su propio lugar un poco lejos del centro del bosque. Estaba más cerca de las casas de los monjes. Era un beneficio que los guerreros no disfrutaban, pues a ellos les tocaba descansar en una cabaña especiales de guerreros y guerreras, los dos géneros por separado, para evitar problemas.

El sol se estaba ocultando y de a poco iba cruzándome a los guerreros del turno diurno, que se preparaban para cenar e ir a ducharse o descansar. Nosotros nos tomábamos un rato a la mañana para "cenar" y un tiempo en la noche para "desayunar" o merendar algo. Estábamos acostumbrados a esa clase de vida, y aunque no es lo recomendable, nuestro cuerpo lo aceptaba sin problema alguno.
Miré que a unos pasos míos se acercaba Choco, uno de los siente líderes del turno que se retiraba. Él y sus guerreros, se encargaban de vigilar el lado este del campamento de día y nosotros de noche.

—Queda todo en tus manos, Selva —dijo, parándose en frente de mí. Tenía sus ojos semi abiertos, estaba bastante ojeroso.

—¿Te encuentras bien, Choco?

—No te preocupes, bonita, he estado en peores condiciones —sonrió de lado y palmeó mi hombro, para luego seguir su camino.

Giré sobre mis pies para verlo. Choco era como un dios de la masculinidad, alto, fuerte, musculoso, moreno, tenía el tono de piel casi de color chocolate, de ahí su sobrenombre. Sus ojos negros de mirada profunda podía derretir hasta un mismísimo témpano de hielo. Traía su cabello negro largo en una coleta alta, para poder pelear mejor, ya que él, lo tenía bastante más largo que yo.

—Te pillé, picarona —susurró Shalom a mi lado, haciéndome respingar. Por su postura, me había estado observando sin que yo me diera cuenta.

—Estaba muy cansado —farfullé, obviando su comentario de mi evidente cara de babosa.

—Y está muy bueno también.

—Shalom, cállate, pueden oirte.

—¿Quienes? Ya el pueblo entero estará cenando.

—Nuestros compañeros, idiota.

—Ah, ellos, nos estarán esperando en el Santuario.

Suspiré.

La noche estaba invadiendo el cielo y millones de estrellas se asomaban para adornar con una gigantesca luna, el esplendoroso paisaje de nuestro amado bosque. Al pasar por las cabañas del centro de nuestra comunidad, iba observando a las personas que prendian sus antorchas y las colocaban en hierros plantados estratégicamente en la tierra, para poder alumbrar un poco más el "pueblo". Era una vista amena, y tal vez si nuestras vidas no estuvieran en constante peligro, querría quedarme a disfrutar un poco de la comunidad, con charlas amistosas o en algunos fogones que se hacían en celebraciones especiales. De verdad amaba mi bosque, y realmente habíamos tenido suerte de habernos quedado en este lugar, ya que en otros casos, las personas permanecían en mini ciudades desiertas y salir a buscar comida a las afueras, era toda una misión suicida.

Cuando llegamos al Santuario, en donde nos reuníamos todas las noches para rezar antes de ocupar nuestros lugares, sentí la mirada de alguien pero no supe con exactitud de quien se trataba, ya que éramos bastantes en el lugar esperando a los monjes que iban a comenzar la bendición.
La mayoría de los guerreros murmuraban, bromeaban entre ellos y sonreían, sin embargo los siente líderes del turno nocturno, nos encontrábamos en la misma posición; brazos cruzados con la cabeza en alto.

Por un momento, vi a Calem mezclado entre los guerreros, y quise ir a buscarlo, ya que él no tenía porque estar en nuestro turno.

—Ese idiota —susurré, viéndole de perfil, queriendo avanzar hacia él, pero una voz me detuvo.

No salgas del BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora