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 Su rostro estaba lleno de arrugas, arrugas por el tiempo, por la vida, por el cansancio, por la experiencia. Su mirada, intensa y profunda atravesó mi piel. Era directa y dolorosa. Un espejo de su dolor, de su sufrimiento, de los recuerdos más difíciles de nombrar, de sus cicatrices del pasado. Su cuerpo cojeaba, infundía respeto, lástima e impotencia. Reprimí mis instintos primarios de ayudarla y tan solo observé como se zarandeaba de un lado a otro sin dirigirme una palabra.

Entonces pensé en lo que guardaría, en todo lo que había visto, oído y sentido. En su vida. En la de Byron. Pensé en cómo me había mirado y en todo lo que significaba. Buscaba solución a sus heridas, un parche en su piel, intenté encontrar el sentido de sus palabras, su significado, su historia. No pude. Entonces algo empezó a destrozarme por dentro y quise llorar, llorar como una niña pequeña abandonada a su suerte. Me hundí en un mar de lágrimas, sentí una punzada en el pecho, me estaba quedando sin aire y mi cuerpo poco a poco se iba desinflando, me consumía, me esfumaba, me difuminaba con el horizonte y empecé a desaparecer como polvo llevado por el viento. Y cuando lo vi todo perdido sentí una mano agarrarme fuerte y salvarme de aquel infierno de agonía y desesperación. Sentí el resurgir de las cenizas más ardientes de mi ser, como cuando aguantas la respiración en la piscina hasta que no puedes más y sales fuera y das tu primera bocanada de aire puro y sientes cómo se van llenando tus pulmones de lo más sano que has podido encontrar. Sentí alivio y paz.

Por primera vez aquella mujer anciana, su abuela, se dirigió a mí y me brindó con sus palabras insonoras. Veía moverse sus arrugados labios, sentía sus palabras, pero no oía su sonido. Grité, intenté hablar con ella, que me escuchase, pero mis palabras tampoco parecían tener sonido o por lo menos yo no las oía. Volví a tener ganas de llorar pero no lo hice. Busqué en mi mente su recuerdo, su beso, su caricia, su sonrisa... No lo encontré, él me encontró a mí en un rincón oscuro de mi mente, agachada, llorando desnuda con la piel destrozado y destripando mis entrañas con palabras y llantos insonoros. Sentí su abrazo cálido y reconfortante. Luego se desvaneció. Era la segunda vez que me había salvado del olvido, del dolor, del sufrimiento, de la angustia, de la desesperación, del miedo, de la soledad, de la mentira, de las personas, de la muerte y de la vida.

Una imagen se vislumbró en mi cabeza: era él fumando, me tiraba el humo a la cara y no sonreía. Me dolió el corazón, literalmente. Quise apartarle el cigarro y estrecharle entre mis brazos pero la imagen se fue alejando hasta darme de nuevo con la mirada profunda e intensa de su abuela. Luego grité cuando vi sus ojos.

Me desperté del sueño empapada en sudor frío. Eran las cinco de la mañana, tardé dos horas en volver a dormirme así que decidí escribir, escribir mi sueño. Lo conté todo en una carta de papel. La besé y la quemé. Me habían enseñado que si contabas un sueño no se hacía realidad, pero no quería contárselo a nadie que no fuese el papel así que lo quemé para que el polvo lo sellase. Aquello, de algún modo, me tranquilizó.

A las pocas horas me desperté cansada y aturdida. Me despedí de mis padres y salí para la estación de tren. Como de costumbre llegaba tarde, habíamos acordado reunirnos 9.45. Eran las 10.05 cuando llegué. Lo cogí de milagro, ya estaban todos sentados incluido el amigo extra. Me hice la sorprendida aunque no me salió muy bien, me lo presentaron y pusieron una excusa muy mala para que entendiese porque había venido. Yo fingí creérmelo y nos sentaron juntos. Yo, obviamente, al lado de la ventana. No tenía pensado hablar en todo el viaje así que saqué mis cascos y mi libro de Anna Frank por si acaso se le ocurría hablarme. No quería tener nada que ver con nadie más, no quería darle una oportunidad. Iba a odiarle, como le había dicho a Ale pero conforme avanzaba el tren, a la única persona que podía odiar era a mí misma por haber tratado a Byron como lo traté. El sueño se me repetía y la angustia era notable en mi rostro. Suerte que ninguno de mis amigos se dio cuenta, o eso creía.

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