Capítulo III

114 15 5
                                    

El sol asomaba en lo alto del cielo, picando como si fuese un escorpión. En el puerto, las velas de las galeras atracadas se mecían con el cálido viento, acariciando los rostros de los dornienses que deambulaban en las calles de esa polvorienta ciudad. No era tan esplendorosa como Lanza del Sol, pero la fortaleza se alzaba en medio del desierto, una enorme construcción que daba la bienvenida a los pies del Camino Pedregoso o como la mayoría conocía como el Sendahueso. Tres días de cabalgata hacia el sur guiaban hacia las tierras donde estarían los príncipes Martell, y cuatro hacia las montañas, allá donde se encontraba el Paso del Príncipe y Campoestrella. De haber tenido caballos, tal vez la travesía no sería tan dura, pero carecían de animales que pudiesen ahorrarles la caminata en medio del desierto. Ir hacia el este significaba la muerte, ya fuese por el desierto o por la espada, ya que para aquel entonces los guardias debían haber comenzado a buscarles. Ser Gerold Dayne no haría vista gorda con un robo como aquel, menos cuando se trataban de sus trofeos más preciados.

¿Cuánto tiempo pasaría hasta que los guardias los encontrasen? Al parecer, Raaf se había empeñado en que aquello no ocurriese, y Wyl había sido la única parada que había hecho desde dejar Ermita Alta, a solo horas del juicio por combate que había acabado con la vida de Arthur. Muy similar al resto de las ciudades y pueblos de aquella región al sur de Poniente, este puerto era una mezcla de lenguas y dialectos difícilmente escuchados en otro lado del continente. No podía ser comparado con Desembarco del Rey, Lannisport o Antigua, aunque el comercio movía la ciudad y así a sus peculiares habitantes. Como era habitual, el mercado se extendía de extremo a extremo en la calzada principal donde las viviendas eran bajas, de techos de paja y enormes ventanales que muchas veces dejaban demasiado ver. Así como había tabernas, las casas de placer abundaban, siendo una de las principales entradas de un puerto que no dormía por las noches. Allí por donde comenzaban a asomar las Marcas Dornienses, esas rojizas montañas que parecían colmillos salidos en medio de la nada, los estandartes de la casa que custodiaba el Sendahueso se hacía presente. A diferencia de lugares como Ermita Alta donde la seguridad se limitaba a las dependencias del castillo y el pueblo vivía en una continua tranquilidad brindada por el resguardo de las montañas, en Wyl la presencia de los soldados de la casa de lord Andrey Wyl se extendía hacia el puerto y las calles de la pequeña ciudad. En los anales de la historia habían quedado escritas las rencillas entre la casa que custodiaba el paso en medio de las montañas que conectaban con la belicosa región de Las Tormentas. En las montañas se decía que había túneles que promovían la defensa del castillo, que en generaciones pasadas se había enfrentado a las tropas de los Baratheon, hacía más de cientos de años, en la desdeñada conquista de los dragones.

Como la mayoría de los dornienses, sin importar que fuesen de montaña, desierto o costa, el repudio hacia sus vecinos era palpable, especialmente con los acontecimientos durante la gran guerra que había terminado con la princesa Martell y sus hijos bajos mantos carmesí. En cada rincón se preguntaban cuándo, cuándo llegaría el momento en que el príncipe de Dorne cobraría su venganza, pero, así como era apacible y calculador aquel hombre que sufría de una enfermedad que no le permitía caminar, sus súbditos parecían imitarle. En Dorne se respiraba otro aire, muy diferente a aquel que podía sentirse en las Tierras de Los Ríos, en el Norte o incluso en Desembarco. Era una calma, tal vez antes de una tormenta.

Raaf se había inmiscuido en las callejuelas de esa ciudad intentando no llamar la atención de los guardias de la casa Wyl, ni de nadie que pudiese delatarlos. Estrellaoscura había puesto un precio sobre la cabeza de ese traidor que había osado en quitarle su trofeo más preciado, y ya varios cuervos debían haberse enviado a los rincones de toda la región. No era un secreto que Gerold Dayne fuese un loco de remate, que fuese un desquiciado bajo una buena armadura y un nombre que inspiraba canciones a los bardos. ¡La espada del Amanecer! Pensó el mudo para sus adentros, cuando deambulaba cerca del puerto donde un grupo de niños correteaba persiguiendo una gallina. Las galeras no se habían movido ni habían elevado anclas, pero pronto llegaría el momento en que lo hicieran y para eso, el lyseno debía estar preparado. Era cuestión de tiempo que comenzaran a buscarlas, cuando eran traidores de un señor, aunque de una rama cadete. Lady Allyria Dayne habría montado seguramente en cólera con la desaparición del cuerpo de su sobrino, pero había sido aún peor en la arena de combate, cuando para sorpresa de todos, el triunfo lo había conseguido el hijo menor de lord Allaric. En medio del público, Raaf había maldecido en su interior y luego alabado a esos siete falsos dioses, cuando la chica Lannister se había lanzado desde las gradas hacia el campo de combate. Un silencio sepulcral había invadido a los presentes, todos los que habían apoyado a Estrellaoscura sumidos en el mismo silencio que habitualmente rondaba a Raaf. Lo mejor había sido el rostro de lord Franklyn Fowler, incrédulo ante tal resultado. Ermita Alta tendría un nuevo señor y tal vez Erin no tendría que regresar a casa ni casarse con ese hijoputa de su prometido, pero aquello sólo era posible en los cuentos de hadas, los cuales Raaf sabía muy bien que no existían. Gerold Dayne se había puesto de pie y con una lanza en mano, había atravesado a su hermano, dándole muerte en el campo de batalla. No había más silencio, la gente vitoreaba, esos traidores y ciegos aplaudían a quien ahora portaría Amanecer...

A Lannister Debt IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora