Andrew

15 0 0
                                    

Andrew hacía sus deberes sentado en su silla, demasiado alta para él. Las piernas le colgaban y las puntas de sus zapatos no lograban alcanzar al suelo. Pero no las balanceaba, quedaban inertes, moviéndose al inevitable vaivén de la inercia. Andrew tenía que hacer una descripción de sí mismo, poniendo mucho cuidado en hacer una letra grande y clara, esmerándose en subir las eles y las efes hasta la línea superior de su hoja cuadriculada y bajar las ges y las y griegas hasta la inferior. Andrew oía el apenas audible roce de la mina del lápiz contra la superficie rugosa del papel mientras pensaba una expresión que pudiera sustituir a "ojos redondos". Le parecía algo demasiado vulgar para poner en unos deberes.  Así que arrastró el taburete hasta la estantería del pasillo y cogió su diccionario de sinónimos, pasando las hojas con la esperanza de encontrar la deseada palabra. Encontró la expresión "ojos almendrados" y le gustó tanto que decidió con firme resolución adueñarse de ella y trasladarla a su vocabulario. Habiendo acabado la redacción, Andrew guardó la hoja cuadriculada en la carpeta roja de Lengua y lo ordenó todo con sumo cuidado en su mochila, apoyada contra una pared. Siendo fiel a su entusiasmo, y después de cerciorarse que sus gomas y sus máquinas de hacer punta se encontraban en perfecto estado, Andrew fue a la despensa y cogió una almendra del tarro de frutos secos. Se la puso en el ojo, comparando ambas formas.  Andrew sonrió satisfecho al comprobar su similitud, y suspiró de orgullo ante el trabajo bien hecho.

Después de cerrar con dificultad la tapa del tarro de frutos secos y dejarla de nuevo en la despensa, Andrew fue a buscar el Atlas que tanto le gustaba, que era tan grande como su pecho, y rodeándolo con sus bracitos, se dispuso a leerlo sentado de nuevo en su silla. Pero aquel Altas lo había leído ya muchas veces, y, aunque le gustaba mucho, pronto se cansó de los mapas de colores y las fotografías de ríos, playas y montañas. Así que fue a la cocina y estiró del vestido de su madre con indecisión, temiendo molestarla. Pero la madre de Andrew siempre tenía un momento para su hijito, y después de acariciarle los cabellos le permitió salir a fuera siempre que no se alejase del portal, mirase dos veces antes de cruzar la carretera y volviera pronto.

Y Andrew, fiel y diligente, dio un rodeo a su calle para cruzar por el paso de peatones hacia la pequeña arboleda que había enfrente de su humilde hogar. Era otoño, y Andrew se divirtió corriendo y haciendo revolotear a su alrededor las hojas secas, cogiéndolas y apretándolas, tirándolas, escuchar como crujían ante la fuerza de su puño. A Andrew le encantaba observar su trayectoria, ver como se alzaban y su amarillo mustio resaltaba contra el azul lánguido del ocaso, y luego empezaban a caer con delicadeza, moviéndose lentamente al vaivén de la brisa. Andrew reía, y a veces esas observaciones le hacían alzar tanto la cabeza que acababa cayendo hacia atrás, rodeado de aquél paraíso otoñal.

Para Andrew habían pasado cinco minutos, pero su madre le gritó alterada desde el otro lado de calle que volviera inmediatamente, que era tarde y que se iba a resfriar. Andrew vio la figura de su madre recortada frente a la luz del portal. Vio su delantal deshilachado, sus delicadas manos que se abrían y le decían que volviese, su cara tan bella, tan pálida y tan joven. Andrew cruzó la calle sin mirar y se detuvo frente a su madre. La abrazó y ambos entraron en casa, dónde ya esperaba humeante la cena.

Andrew comía sus guisantes poniendo sumo cuidado en pinchar con decisión su tenedor sobre cada una de aquellas bolitas verdes. Y su madre se sentaba frente suyo, exhalando un largo suspiro y enjuagándose el sudor de la frente. Ella nunca comía. Se deleitaba contemplando a su hijo y olvidando las penas del día. Un rato después, Andrew y su madre fueron a la salita. Él se puso a jugar en el suelo a construcciones con piezas de plástico, mientras que la madre se sentó trabajosamente en la única butaca de la estancia (y de la casa). Con un movimiento cansado encendió la aparatosa radio que descansaba sobre una mesita y sintonizó el concierto de música clásica diario. La madre de Andrew cerró los ojos un instante, remangándose la falda sofocada y tratando de relajarse con un abanico. Luego deshizo su moño y dejó que sus sedosos bucles castaños enmarcaran su mirada, haciéndola parecer aún más joven. Así pasaban las noches Andrew y su madre. Y sólo cuándo el niño oía el abanico caer al suelo, apagaba la radio, devolvía el abanico a su sitio, y estampaba un beso en el durmiente rostro de su madre.

AndrewDonde viven las historias. Descúbrelo ahora