Andrew, capítulo final

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Mil trescientos dinara. Ese era todo el dinero que recaudaba la joven madre de Andrew por días y días de laborioso e interminable trabajo. Mil trescientos dinara por levantarse a las seis, por llegar a la cocina y servir el desayuno a los Depardieu, por pasarse el día inclinada sobre el suelo, frotando, con la espalda dolorida por estar tanto tiempo agachada. Bufando, apartándose los cabellos de la frente, llevando las sábanas a que se secaran la jardín. Por supuesto, los Depardieu tenían secadora, pero la señora Depardieu sólo dormía en sábanas que se hubieran secado durante todo el día al aire frío y fresco del invierno, ese aire que venía directamente de las montañas. Y la madre de Andrew debía imaginar que sería agradable acostarse con el olor y el frescor del exterior. El primer día, sus dedos se resintieron, pero pronto entró en calor. Al segundo día sus dedos tardaron más en recuperar su aspecto habitual. Pero cuándo iba cada día a extender las sábanas, poniendo seis pinzas en cada tela, transportando la cesta de mimbre, la madre notaba como sus dedos se quejaban, se raspaban. El frío penetraba, los dejaba inamovibles, insensibles, cómo si no formaran parte de su cuerpo, sólo helados e inútiles apéndices. Y a veces, si escuchaba con atención, incluso oía a sus dedos quejarse, temblar de noche, sangrando. Oía a sus nudillos y falanges crujir bajo la losa del frío, los oía gritar, llorar del más puro dolor. Mil trescientos dinara.

Lo peor era, tal vez, que sentía que estaba dejando de lado a sus hijos (ya consideraba a Danijel como hijo propio) en favor de aquel trabajo apremiante. Su jornada terminaba muy tarde, y al regresar a casa estaba tan agotada que apenas podía servir la cena, recoger su propia cocina y caer rendida en la butaca. Veía a sus hijos hablar, jugar, ir al baño, todo sin pedir ayuda, sin contar para nada con ella. Y aquello le entristecía más que cualquier cosa en el mundo.

Por eso se obligaba a, en vez de cerrar los ojos, llamar a sus hijos, sentarlos cada uno en una pierna, y, entonces, cuándo los tenía ante ella, hablarles. Decirles lo mucho que les quería, lo triste que era por no poder estar más tiempo con ellos. Y Andrew la miraba sin entender, cogía su maltratada mano y la sostenía entre las suyas, pequeñitas y suaves. Andrew notaba la piel agrietada y arrugada de su madre, y la frotaba entre las suyas para que resurgieran aquellas manos elegantes y pálidas que solían acariciarlo por las noches. Y Danijel, imitando en todo a su hermano, hacía lo mismo, y se extrañaba también por aquél cambio en las manos de su madre. Andrew le preguntaba que le ocurría, si él podía ayudar. Y ella lloraba por dentro.

Muchos meses después, cuándo las puertas de la primavera ya estaban abiertas de par en par, Andrew notó cómo su madre le sacudía el hombro con delicadeza, le cubría el rostro con sus bucles y le despertaba dulcemente. Andrew absorbía el olor del cabello de su madre, que olía a lavanda, a ropa limpia, a algo tan cálido y maravilloso que Andrew abrió los ojos suspirando con satisfacción. A su lado, Danijel dormía mientras abrazaba a Sven con fuerza.

Un rato después, Andrew y su familia esperaban en la parada del autobús. Ella iba toda vestida de negro, con un ligero velo que le hacía parecer una de las monjas del San Gabriel. Andrew y Danijel llevaban idénticos trajecitos negros, con dos cintas blancas alrededor del cuello como las que llevaban los jueces. Pero eran ropas extrañas e incómodas, y los dos se rebujaban contra aquella prenda que parecía tan antigua y malvada, empecinada en estrecharse en las muñecas y los tobillos. Cuándo Danijel preguntó dónde iban, y como es que no cogían el autobús que llevaba a la estación de metro, ella contestó algo que los dejó atónitos y confusos. "Vamos a ver a mi papá y a mi mamá".

La ciudad de los muertos era un conjunto de imponentes estatuas de piedra cubiertas de musgo, con ángeles, cruces y santos, como las que había pintadas en la bóveda de la iglesia. Pero para Andrew, aquellas figuras tenían un aire oscuro y maléfico, no se parecían en nada a las benévolas imágenes que Andrew contemplaba mientras escuchaba el canto celestial del coro. Apretó con fuerza la mano de Danijel, y reposó su barbilla sobre la cadera de su madre, sintiéndose querido y protegido, ajeno de todo mal.

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⏰ Última actualización: May 11, 2014 ⏰

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