Andrew, capítulo 2

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La madre de Andrew no quería dejar solo a su hijo, temía demasiado al mundo para atreverse a eso. Por consiguiente, cualquier sitio a dónde tuviera que ir, allí iba Andrew, un poco por delante de ella, tanteando el terreno, pisando dos veces en cada cuadradito de la acera, subiéndose a los bordes de los paseos o escuchando con curiosidad el ulular de las palomas, ladeando la cabeza ligeramente. 

El mercado estaba establecido en una gigantesca nave del centro de la ciudad. Tenía altísimas bóvedas por dónde se colaban los gloriosos rayos de sol, que iluminaban las cabezas de la gente que, frenética, se apresuraba a realizar sus compras. Andrew alzaba el rostro hacia ese techo tan lejano, sintiendo, maravillado, callado, quieto. Veía los gruesos jamones colgados de las tiendas, los enormes tarros de aceitunas y confituras, los hornos del pan. Escuchaba el estruendo que provocaban las tandas en la cola, los gritos de los dependientes y los quejidos de las cajas de mercancía, dejadas en el suelo sin ninguna consideración. La gente empujaba a Andrew, lo arrastraba, lo apartaba de los pasillos, mas él seguía fijo en su tranquila contemplación. Sentía a toda aquella multitud envolviéndole, pero no formaba parte de ella, Andrew se limitaba apartarse de aquel ruidoso y sordo caos.

Se ponía al lado de su madre en la cola, apretándole la mano con fuerza. Luego se alejaba un tanto y saltaba entre los charcos de agua sucia que salían de las pescaderías. Se acuclillaba para tocar con un único dedo los caparazones de las langostas vivas, que, desesperadas, intentaban deshacerse de aquel nuevo ser invasor. Y Andrew corría asustado al lado de su madre, y ella le acariciaba los cabellos distraídamente, se inclinaba y le susurraba al oído, sin preocuparse porque su vestido pudiera empaparse de aquella agua corrupta. Andrew se apretaba contra la cintura de su madre, apoyaba su barbilla en la cadera, esperando, paciente,  su turno.

Había normalmente alrededor un conjunto de señoras de largas faldas, collares de bisutería y voces estridentes, que no paraban de elogiar a Andrew lo obediente y curioso que era, lo tranquilo y relajado que parecía. Andrew se ocultaba detrás de su madre y así huir de aquellas ruidosas mujeres. Y luego observaban a la creadora del niño y sacudían la cabeza, algunas con disgusto y otras con picardía, mientras preguntaban si no había empezado demasiado joven. A lo que la madre contestaba con una discreta sonrisa, inclinando la cabeza con humildad y musitando con voz dulce y tenue que ella siempre estaría orgullosa de su hijo, ocurriera lo que ocurriera.

Si había un sitio dónde Andrew resaltaba, ése era los miles de tribunales, juzgados y administraciones a los que su madre tenía que ir cada dos por tres. Tras una mesa, con la bandera nacional, la balanza de la justicia y la cruz en el fondo, un cansado funcionario de empolvada peluca pedía a Andrew y su madre que tomaran asiento. Y mientras intercambiaba los conceptos habituales de su profesión con la madre, no podía dejar de echar miradas de alarma a su hijo. Allí sentado, tan silencioso, sabiéndose en un lugar importante, dónde los niños debían estar callados y no molestar. Andrew se cruzaba de piernas, las descruzaba y miraba con curiosidad aquel templo de testamentos y de actas jurídicas, de máquinas de escribir y de diccionarios de taquigrafía, todo envuelto por aquella atmósfera pedante y retrógrada, que exhalaba olor de papel antiguo, del polvo de los archivos, de la lacra, de cartas selladas con cera. El funcionario estudiaba con meticulosa inquietud los movimientos de Andrew, preparándose para cuándo éste explotase, bufara y empezara a moverse en la silla, a cogerle las plumas y la tinta y a interrogar a su madre sobre cuándo se irían de aquél engorro de sitio. Para ese momento, los funcionarios tenían una amplia gama de distracciones: desde caramelos, hasta cuadernos de colorear, todo puesto en perfecta estrategia para que el hijo en cuestión estuviera callado hasta el fin de la transacción. Pero el tiempo pasaba y la bomba la cual el funcionario creía que vivía en cada niño no explotaba. Y pedía a la madre documentos, y ésta firmaba y sellaba autorizaciones y los dos se levantaban y el funcionario le daba las gracias y madre e hijo abandonaban la puerta del despacho cogidos de la mano. Y el funcionario se quedaba atónito, pasmado ante la puerta, con el cortaplumas en una mano y el sujetapapeles de latón en la otra, observando con la mirada perdida el punto en que madre e hijo habían abandonado la estancia. Y más atónito estaba cuándo comparó a Andrew con la siguiente solicitante, cuya hija tiró al suelo su muñeco, le tiró de los cabellos a su madre y luego arañó el suelo de madera, sumida en un ataque de rabia. ¿Cómo lo hará, en nombre de Dios? ¿Cómo logra controlar a su hijo, señora? Él no necesita control. Yo no hago nada, mi señor.

AndrewDonde viven las historias. Descúbrelo ahora