Paul

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Paul Depardieu iba a la misma clase que Andrew. Andrew se pasaba toda la tarde sentado en la alta y dura silla de la cocina de Paul. La madre de Andrew trabajaba para los padres de Paul. El padre de Paul le pagaba la escuela a Andrew y a Danijel. Y, sin embargo, ni Andrew ni Paul habían llegado a conocerse nunca.

Paul volvía todas las tardes de sus clases de natación con el cabello mojado y revuelto. Dejaba la mochila con estrépito en la cocina, sin preocuparse, pues sabía que tarde o temprano ésta estaría de nuevo en su habitación, limpia y deshecha. Luego, bebía un vaso de agua y salía a jugar al inmenso jardín. Qué sorpresa cuándo se encontró a Andrew en la silla de la gobernanta, inclinando la cabeza sobre sus deberes, balanceando las piernas. Paul se escondió bruscamente entre las mesas. Es mi sirviente. No me puede hacer nada.

"Hola Paul." Paul le ignoró. Estaba muy enfadado con él. La primera vez que apareció en el San Gabriel, con el uniforme de segunda mano, descolorido y remendado (la generosidad del señor Depardieu tenía sus límites) y con la corbata mal anudada, pálido, cadavérico, en fin, apestando a pobreza por todos los poros de su piel, lo único que se le ocurrió hacer fue venir corriendo hacia él y decir: "Ahora vamos a la misma escuela, Paul. Podremos ser amigos" Oh, qué vergüenza. El oprobio, la deshonra. A la salida, todos los compañeros de Paul estuvieron burlándose de él, reprochándole su mal criterio para escoger amistades. "Ni siquiera tiene televisión", decían con desprecio. Y cuándo Andrew le agarró el hombro con delicadeza, para que le esperase, Paul, delante de todo el San Gabriel, se giró y le pegó en toda la cara. Paul lo recordaba muy bien. Recordaba su cara enrojecida, sus ojos húmedos, allí, tumbado en el suelo, sin saber exactamente qué había pasado. La mirada de súplica que le dirigió. Cómo se enjuagó las lágrimas con la manga. Cómo miró con ausencia a todos los allí congregados, que reían, crueles y expectantes a lo que estuviera a punto de hacer Paul. "¡Tu y yo no somos amigos, pobre de mierda!" Y Andrew se alejó corriendo a sentarse en sus escalones de siempre, a esperar a que apareciera su madre.

Desde entonces, Andrew y Paul no habían vuelto a hablar. Pero aún así, cada vez que Paul recordaba la cara de Andrew en el suelo, no podía evitar sentir tanto desprecio por sí mismo que no podía soportar ser quién era, no podía aguantar existir en ese cuerpo. Pero él era rico, de antepasados ricos y descendientes probablemente ricos también. No tenía que juntarse con él. Andrew era la chusma, la inmundicia, la escoria de la sociedad, no merecía ni lamer sus zapatos. Y, sin embargo, Paul nunca llegó a perder de vista a Andrew. Le buscaba en el recreo, de pie al lado del timbre, lo miraba durante las clases, poniendo las manos en los radiadores y exhalando aire sobre ellas. La figura de Andrew ejercía una extraña fascinación sobre Paul. Él buscaba su mirada. Pero cuándo se cruzaban con los pasillos, Paul alzaba la cabeza con dignidad. Andrew tampoco decía nada.

Y así estuvieron, muchas semanas, Paul cruzando la cocina con el cabello mojado y Andrew inclinado sobre sus deberes. Siempre le saludaba. No parecía guardarle rencor. Pero Paul siempre volvía. Le espiaba por el marco de la puerta, allí, tan quieto, tan callado, como si no estuviera. Le oía tararear distraídamente, bajarse de la silla y moverse en silencio por la cocina, imitando a un avión, o asomar la cabeza por el gran agujero que llevaba a la bodega. Y se sentía extraño. Incluso cuándo el cursillo de natación finalizó, Paul seguía cruzando la cocina a conciencia, cogía un vaso de agua, se lo bebía y luego se iba. Y siempre estaba el "Hola, Paul" que él ignoraba. Y siempre Andrew volvía a bajar la cabeza, decepcionado, y no la volvía a subir hasta que Paul hubiera salido de la habitación.

La llegada de Danijel rompió esa rutina. Paul iba a la cocina, como cada día, cuándo se paró en seco en la puerta. Había otro niño sentado al lado de Andrew. Era pequeño y rubio, y miraba a Andrew con adoración. Mientras, éste estaba con una cuchara y un cascanueces, representando una obra de teatro que al niño le parecía divertidísima, pues reía y aplaudía con entusiasmo.

AndrewDonde viven las historias. Descúbrelo ahora