Danijel

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Que decepción para Andrew cuándo el señor Depardieu permitió a su madre una hora y media de cese de tarea para ir a recoger a su hijo, a condición de que la jornada se incrementara hasta las ocho menos cuarto. En consecuencia, aquel invierno Andrew pasó muchas horas en la gran casa de los Depardieu.

Andrew ya había ido otras veces. Se trataba de una mansión inmensa, de cinco plantas, con una larga escalera que iba del sótano hasta la buhardilla, con un maravilloso pasamanos de madera clara, suave y barnizada, perfecto para deslizarse a gran velocidad. Había grandes jarrones chinos, cuadros, mullidas y gruesas alfombras, cortinas blancas, livianas, que se movían juguetonas al vaivén de la brisa helada. Había tantas estatuillas decorativas, tantos muebles, tantos relojes, que al moverse uno no podía evitar de romper o tirar alguno de aquellos cientos de miles de objetos.

Al llegar de la escuela, la madre hacía pasar a Andrew por el cavernoso vestíbulo, de puntillas, asegurándose de que no había nadie. Los mejores criados son aquellos que parecen que no estén. La madre de Andrew tal vez apretara con demasiada fuerza el hombro de su hijo, pero temía ser descubierta por la estricta señora Depardieu, que prefería no tener contacto alguno con sus sirvientes. Pero Andrew no podía dejar de ralentizar el paso, y alzar la cabeza, como siempre, para admirar aquella araña de luces que colgaba del techo o los graciosos querubines pintados en las paredes. Y la madre se paraba también, para observar las luces de la araña reflejadas dos veces en los asombrados ojos de su hijo, para mirar su tez pálida, alumbrada por la fría luz de la lámpara. Y madre e hijo se quedaban un instante quietos, completamente aturados en medio del gigantesco vestíbulo, rodeados de opulencia y de lujo. Pero la madre de Andrew notaba que todas aquellas cosas, tan brillantes y bonitas, eran a la vez hostiles, allí plantadas, orgullosas, retando al tiempo y al polvo. Notaba como todas ellas se inclinaban amenazadoramente sobre la pequeña figura de Andrew, reprochándole su mera presencia. La madre contenía un escalofrío y se llevaba a su hijo de allí, de nuevo al pobre y humilde mundo del cual procedía.

Al ser invierno, las calderas de las cocinas estaban encendidas todo el día. La cena de los señores se empezaba a preparar a las siete, mientras tanto, las cocinas permanecían desiertas. La madre de Andrew le decía que se quedara sentado en la alta y única silla, que pertenecía a la gobernanta, que ya había terminado su jornada. Andrew extendía sus deberes sobre las mesas de madera, aún sucias, mientras intentaba que las preciadas hojas de papel cuadriculado no se mancharan de aceite. Ponía la carpeta azul de Geografía y la verde de Ciencias sobre los fogones, en equilibrio, mientras sacaba todos sus lápices y se divertía haciéndoles punta. Y memorizaba las treinta y tres letras del alfabeto cirílico o estudiaba los ríos de Europa. Y todo en el silencio más absoluto, mientras su madre iba y venía con la ruidosa aspiradora o con el quita polvo de plumas de avestruz, con la cofia mal colocada, nerviosa y sofocada, temiendo cometer algún error en la desolada casa, que parecía deshabitada cuándo los criados terminaban su jornada diaria. Cada diez minutos sacaba la cabeza por el marco de las puertas de la cocina para echar un vistazo a su hijo. Y siempre lo encontraba igual, tan recto, tan silencioso y tan atento, observando con curiosidad las brillantes ollas y las cuerdas de ajo, siendo consciente de que aquel era un lugar tan o más importante que los juzgados, incluso que la iglesia. Andrew giraba la cabeza y sonreía a su madre, pero era una sonrisa fatigada, cansada. Aquel niño ya debería haber vuelto a casa hace mucho tiempo. Pero aún sacaba fuerzas para bajarse de la alta y dura silla, con cuidado de no hacer ruido, y cruzar la enorme cocina hasta dónde se encontraba ella, para abrazarla con fuerza y dirigirle algunas palabras de ánimo.

A mediados de diciembre, a punto de acabar el primer trimestre en el San Gabriel, llegó una carta con sello de la capital. Andrew se emocionó mucho, daba saltos alrededor de su atónita madre, intentando reconocer la letra del remitente. Dios sabía que en aquel hogar sólo entraban cartas de los bancos. La madre de Andrew dejó la sopa y se sentó en su butaca, rasgó el sobre y aplanó la hoja de papel que contenía, antes de escudriñar la apretada letra y descifrar aquellas noticias. La madre sacudió sus bucles y volvió a leer la epístola de arriba a abajo, deseando que las nuevas allí escritas cambiaran de significado con sólo leerlas otra vez. Pero no. La madre se levantó con estrépito, dando un pequeño gritito. Fue tal el impulso que la carta cayó al suelo sin contemplación a la vez que la butaca se balanceaba sola un par de veces antes de restar inmóvil. Andrew levantó la cabeza hacia el rostro de su madre. Se tapaba la boca con la mano, tenía los ojos muy abiertos, horrorizada, tan bella, tan fija en su abstracción, mirando sin ver su eterno dolor. "Dios", murmuró.

AndrewDonde viven las historias. Descúbrelo ahora