Capítulo I

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—Pero, papá, yo no quiero trabajar.-dijo el pequeño secándose las lágrimas.

   Esas habían sido las primeras palabras que le había dirigido a su nuevo padre, el día en que lo sacó del orfanato.

   Tenía nueve años por aquel entonces; era enano, su estatura no pasaba del metro y diez centímetros. Con su cabello corto y negro, y sus ojos marrón claro con los que habrían de asociarlo a su nombre el día en que falleció.

   Su padre adoptivo era un doctor muy conocido en el pueblo. El único que había, en realidad. Contaba con una gran fortuna, la cual había heredado tras la muerte de sus padres en un accidente que, según se decía, él mismo había provocado.

—No me importa. Tarde o temprano, tendrás que aprender lo que es el trabajo duro.-le regañó el doctor mientras el pequeño, avergonzado, bajó la cabeza para ocultar su tristeza.-¿Qué mejor momento que tu juventud para aprenderlo?

—Pero-

—No acepto peros. Comenzarás a trabajar hoy; es lo mínimo que puedes hacer en agradecimiento por sacarte de ese horrible lugar.

«Horrible»-pensó el niño. En ese momento, era la única palabra que no calzaba con lo que el orfanato había significado para él.

—De acuerdo, papá.-se limitó a responder. Sabía que sería inútil replicar.

—No me llames "papá"; no lo soy, que te quede claro. Considérame tu nuevo jefe, el Señor Simmons.

—Muy bien,... señor.

   Tras diez minutos de viaje en auto, llegaron finalmente a la casa. De dos pisos, con una pintura que, tal vez diez años atrás, fue azul. Sin jardín o flor alguna que decorara el gran patio que había.

   Muerto de curiosidad, el pequeño se acercó a la entrada, y junto al timbre pudo distinguir una placa oxidada: Dr. Derek Simmons, su mejor y única opción.

—Solía tener mi despacho aquí.-le explicó el doctor cuando hubo sacado las llaves de casa.-Cuando mi padre murió, mudé el consultorio al centro del pueblo.-el niño podría jurar haber visto una lágrima asomarse en la cara de su nuevo padre.- Claro que eso no evita que algunos pacientes vengan a esta dirección

   Abrió la puerta. En cuanto puso un pie dentro, el pequeño supo que aquella casa sería testigo de muchos maltratos a su persona. Lo supo desde el momento en que vio al doctor firmar los papeles de adopción.

  Una cosa era segura: era eso o volver al orfanato para que, con un poco de suerte, alguna otra persona se decidiera a adoptarlo.

— ¿Qué edad tienes, chico?-preguntó el señor Simmons mientras dejaba su maletín sobre la mesa del comedor.

—Diez años, señor.-respondió desde el umbral de la puerta principal. No se había atrevido a entrar a la casa por temor a que el doctor lo regañara.

— ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—La verdad, no lo sé. Aunque en el orfanato decidieron que mi cumpleaños fuese el día en que yo había llegado allí.

— ¿Y cuándo sería ese día?-Derek había abierto el refrigerador y buscaba algo para comer.

—Hoy, Dr. Simmons.-comenzó el niño entonces a hurgar en el interior de la pequeña mochila que traía consigo; la misma con la que había llegado a las puertas del orfanato cuatro años atrás.

— ¿En serio? No pienses que puedes engañarme.-advirtió el hombre con tono serio colocándose frente al niño. Traía una manzana en su mano izquierda.

—Claro que no. Mire.-le enseñó un pequeño calendario que había sacado de sus pertenencias, las cuales eran sólo su acta de nacimiento, un viejo abrigo, que la jefe del orfanato le había dado,  y el arrugado calendario.

— ¿Qué es esto?-sujetó el calendario en sus grandes manos.

—Me lo dieron para que llevara la cuenta de los días. Es mi regalo de cumpleaños todos los años.-comentó sin desilusión alguna en su voz.

—Está bien, te creo.-aseguró mientras devolvía el almanaque.- Y en vista de que es una fecha especial, te daré un regalo.

   El pequeño no pudo evitar sonreír ante la noticia. Nunca había sabido lo que era un verdadero regalo. De sus primeros años, lo único que recordaba haber recibido eran los calendarios y ocasionalmente algún dulce.

   Mientras el doctor se dirigía hacia una pequeña puerta junto a la escalera, la imaginación del niño trabajaba para averiguar la clase de regalo que su nuevo padre le daría. Pensaba en figuras de acción, coches, soldaditos; aunque la verdad se conformaba con cualquier juguete que obtuviese.

   Pero lo que terminó por recibir dejó mucho que desear.

   Simmons sacó del pequeño armario un cajón de madera usado, con el que el pequeño habría de astillarse sus jóvenes manos cientos de veces, un trapo, un cepillo para lavar ropa a mano y un estuche con dos recipientes: uno con grasa negra; el otro, con grasa incolora.

—Una última cosa.-el doctor lo frenó cuando se dirigía a la salida. Colocó la manzana en su mano.- ¿Cuál es tu nombre?

—Me llamo Arnold.-y dicho esto, permitió que el doctor lo enviara, con diez años apenas cumplidos, a trabajar en la calle.  


La historia de ArnoldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora