Capítulo 2

122 28 0
                                    

—No estuvo bien, y lo sabes.

Rodeó con un brazo los hombros de su compañero, que le miró mal.

—No quiero que un desgraciado como ese me toque.

—¿Intentó hacerte algo? Parecía asustado.

Mukuro se encogió de hombros.

—Si quería hechizarme, lo llevaba claro.

Byakuran le miró con seriedad en sus ojos violáceos.

—Mukuro, recuerda tu posición. Sé que da rabia, y que te duele, pero no debes...

—Ya, lo sé, y no será porque no me lo has recordado.

El albino suspiró mientras abría la puerta de la panadería que suministraba el mejor pan de la zona, y que Mukuro y él llevaban juntos.

Ciertamente, le encontró por mera casualidad. Tirado en un parque, con sus ropas y rostro negros como la ceniza, y herido con varios rasguños, decidió acogerlo en su humilde hogar.

A sus trece años, en aquel entonces, el muchacho albino ya habría perdido a sus padres debido a una epidemia. Estos tenían una panadería, y al chico le dio tiempo, afortunadamente, a aprender el oficio.

Sin embargo, él solo no podía con todo lo que suponía el trabajo de panadería, así que, cuando el misterioso muchacho despertó y le contó que había perdido todo en un incendio, le ofreció la posibilidad de quedarse ahí a cambio de que le ayudase en el trabajo.

Aceptó, pese a que al inicio fue muy reservado en cuestiones de hablar o contacto físico. Por las noches, incluso lloraba debido al horror que revivía en las pesadillas y se aferraba a la pulsera que llevaba, la cual jamás se sacaba.

Byakuran estuvo ahí la mayoría de veces para consolarle, dado que sabía lo que era sentir ese dolor en carne propia.

El paso de los años fue haciendo que el muchacho se fuera soltando con su compañero y en general con la sociedad.

Pero jamás perdonó a la nobleza que le arrebató todo.

—Hemos vuelto~.

Dos pequeños niños salieron a recibirles. Desde que perdieron a sus padres, aprendieron a tratar de dar todo lo posible a esos niños que, al igual que ellos, perdieron a sus familias y trataban de conseguirles una nueva.

Claro que no siempre era tan fácil, y no tenían recursos para albergar a muchos pequeños, menos aún para encontrarles un hogar. La mayoría eran pobres como ellos, y no todos tan buenos. Debían elegir con cuidado.

Byakuran sonrió al ver a su amigo cogiendo en brazos a uno de los niños mientras el otro le seguía de cerca para ir a comer un poco.

Lo que más tenían era, sin duda, pan. La mayoría de lo que no vendían, pero al menos tenían algo.

Mukuro cambiaba cuando estaba con los niños. Se volvía algo más amable, seguramente porque empatizaba mucho con sus historias.

Cerró tras de sí la puerta y miró a la ventana, a las enormes mansiones que se hallaban a lo lejos, al esplendoroso palacio que imponía su poder tanto en estatura como en anchura.

Comparado con ellos, que no eran más que casas de simples pueblerinos, dejaba en claro quién era el más poderoso.

Un palacio solo era una de las muestras de su poder.

Miró luego a la parte de la ciudad que había adquirido un tono cenizo. Las casas se habían quemado junto a los árboles que las rodeaban.

Con los últimos incendios habían saltado todas las alarmas y buscaban a los nigromantes que habían sido capaz de hacer tales atrocidades, como ellos las llamaban.

PolaroidDonde viven las historias. Descúbrelo ahora