Capítulo 1

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—¡Príncipe, vuelva!

Contuvo la respiración para que la sirvienta no le encontrara. ¡Qué plasta! ¿Para qué le servían esas clases de ética? ¡Sabía comportarse perfectamente!

Rodó los ojos, tonterías de su tutor.

Sus manos enguantadas se deslizaron hacia su capucha, poniéndosela. Agachó la cabeza y evitó a todos los sirvientes corriendo hasta llegar al jardín. De ahí, salió por una entrada que solo él conocía. Dado que el palacio era muy antiguo, tenía salidas secretas que nadie conocía... y esa era una de ellas.

Esquivó a los guardias que protegían los muros y se dirigió a un granero cercano, donde cambió sus ropas reales por otras más normales, para pasar desapercibido.

—Tener que hacer esto para salir un solo momento... —suspiró.

Cuando terminó de cambiarse, escondió la ropa entre las pajas y se dirigió a la caballeriza contigua, de donde tomó un caballo y salió como si fuera un simple ciudadano más.

Galopó pasando la parte de los nobles bajo la seguridad de una vieja capa que le cubría el rostro. Varios de ellos le reconocerían, y no era cuestión de que le encontraran solo por ahí.

Siguió hasta llegar a la parte más humilde del reino. La distribución hacía que el palacio quedara rodeado por las casas nobles, dejando en la periferia a los comerciantes, artesanos, agricultores, panaderos...

Y más allá de la periferia, estaba la gente que no se consideraba «ciudadana». Personas que no estaban aceptadas en la sociedad pero que tampoco tenían libertad de irse del reino.

Ellos trabajaban de lo que fuera. Ayudantes de agricultores, siervos... incluso esclavos. No cobraban nada, pero les suministraban lo básico: comida y agua.

No sabía muy bien la razón por la cual les trataban así, pero la justificación era que ejercían nigromancia, algo prohibido en el reino.

Por ello se construyó «la valla».

Eso se suponía que repelía la magia negra, haciendo que todos lo que la posean no pudieran emplearla en la ciudad. Ellos también eran magos, pero de magia blanca... todos, excepto los de los barrios más humildes.

Ellos eran los neutros, sin magia. Por ello, no podían aspirar nunca a ser nobles. Con la magia se nacía, no se conseguía.

—¡Mirad quién ha venido! ¡Cuánto tiempo!

Un joven azabache de ojos café le recibió cuando se bajó del corcel, y le sonrió.

—Takeshi, ¿qué tal? —preguntó atando el animal a una pequeña asta.

—No mejor que tú—sonrió-. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?

—Am... he estado ocupado. Mis padres no me dejan vivir —rodó los ojos.

En realidad, el chico que tenía en frente no tenía ni idea que se encontraba ante un príncipe. Simplemente, pensaba que era un noble como cualquier otro que no quería estar siempre encerrado. 

—Anda, pasa, los chicos te han extrañado.

Abrió la puerta de su pequeño local donde, junto a su padre, hacía las funciones de una pequeña taberna, un negocio que no era para hacerse de oro pero que les permitía vivir.

Aunque vivieran mejor si el muchacho no fuera tan caritativo con los que se encontraba, como por ejemplo Fuuta. Un pequeño hijo de unos comerciantes que murieron en un incendio, quedando huérfano. O Fran, que huyó de su casa cuando su padrastro mató a su madre. 

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