Capítulo 3

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En el reino, la sociedad era tan simple como trazar una línea en un mapa.

Por encima se encontraba la realeza, llena de lujos, llena de posesiones. Por debajo, la aristocracia, la nobleza que poseía y atemorizaba a numerosas poblaciones con su poder, y por debajo, la gente común, el pueblo.

Pero había otro subnivel, por debajo de la gente llana, y estos eran los marginados.

Su sociedad se dividía por poderes, es decir, por cómo les había tocado nacer y dónde: archimagos, magos, neutro o nigromante.

El poder de la realeza era una magia blanca espléndida, cálida. Se dice que, con su poder, puede incluso revivir a los muertos, aunque sean puros mitos. Todos los reyes son archimagos poderosos, capaces de soportar cualquier guerra, aunque las malas lenguas, que algo de cierto han de tener, que algunos reyes con corazón de odio fueron, en secreto, nigromantes.

La de la nobleza era una magia blanca tirando a grisácea. Era una entremezcla que resultaba poderosa, pero a la vez, dependía mucho del corazón de quien la usaba. La magia era más pura mientras puro sea el corazón.

La gente llana no poseía magia. Ellos estaban sometidos a una escala a la que nunca ascenderían, aunque algunos tienen ciertos dotes debido a que eran bastardos de una relación entre una neutra y un noble.

Y luego están ellos: los nigromantes. Condenados a vivir al otro lado del reino, sin derechos pero sin libertad. Vivían en una especie de cárcel, sin ser denominada como tal, por el mero hecho de haber nacido con magia negra o ser hijo de uno.

La nigromancia era peligrosa, tan poderosa como la magia blanca de la realeza, pero apareció más tardíamente, en corazones que albergaban un profundo odio. Y como no podía ser de otro modo, el miedo a las represalias hizo que todos los nigromantes fueran expulsados al otro lado de la valla.

Cuando eso se impuso, eran personas con el corazón lleno de odio que albergó más y más rencor, y sus descendientes fueron igual, odiando a quienes les daban esa pésima calidad de vida.

Pero no tenían en cuenta de que había personas nacidas ahí con un bondadoso corazón que, al final, acababan por perderlo. Nadie nace odiando, aunque eso nunca lo tuvieron en cuenta.

No se daban cuenta de que la magia blanca y la negra eran dos caras de la misma moneda, y que la más pura puede convertirse en la más oscura, y viceversa.

Solo que reparar un corazón de odio es más difícil que hacerlo odiar.

El odio busca venganza, sangre, muerte, destrucción, y no es calmado hasta que se cumple. Sin embargo, es un círculo vicioso, pues se siente insuficiente, insatisfecho, de solo segar una vida, y hacen dos, tres...

El señor de la destrucción por excelencia, más perfecta y natural, es el fuego.

Las llamas desobedientes, vivas, fluyendo por doquier a su manera, incontrolables. Era una danza chispeante, ardiente, hermosa, cuya música de fondo eran los desgarradores gritos de los que se incineran, y ellas bailan a su son.

Era todo un espectáculo que escondía furia, odio, rencor.

Desde su posición en una rama resistente de un ciprés, hechizado para que no se quemara, observaba con una complacida y sádica sonrisa el incendio, con sus ojos chispeantes, brillando por el fuego.

Aquellas llamas recordaban a la tragedia de años atrás, cuando todos morían, cuando todos intentaban, desesperados, encontrar una salida, una manera de salvar sus vidas de aquel fuego que con nada se apagaba.

Eran similares a los ratones enjaulados, atrapados en una ratonera en la que, inevitablemente, morirían.

Al recordar, rió. Rió con fuerza, con ironía, sadismo puro y venganza en su máximo estado, burlándose de su suerte y de la de los que gritaban en llamas.

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