Se llamaba Jack. Era un joven ingenuo, con poco dinero y, por encima de todo, un completo inútil.
Su madre era todo lo que le quedaba. Una vieja uraña y enferma, que ya no podía trabajar, y como él tampoco conseguía un trabajo decente, vivían en la más profunda miseria. Además que su pobre madre no dejaba de repetirle todo el día lo poco para lo que servía alguien como él.
Y no era la única. En el pequeño pueblo donde vivían, todos se burlaban de él por ser un tonto que creía en prácticamente cualquier cosa. Como la mañana en la que un extranjero misterioso que se encontraba de paso, le cambió su vaca flaca por un vil puñado de semillas.
Era muy extraño, no le dio su nombre y traía una capucha oscura sobre el rostro, pero le dijo a Jack, con absoluta seriedad, que esas semillas lo sacarían de todos sus problemas si las sabía utilizar bien.
–¿Son mágicas o algo así?
–Algo así...
–¿Valen mucho?
–Esas semillas son suficientes para que tengas un bosque entero.
Y con lo último que quedaba de su fe, Jack cambió a la vaca por esas extrañas semillas negras y delgadas como espinas.
El extranjero no le dijo que tipo de plantas eran, ni lo que tardaban en germinar, ni que cuidados necesitaban.
–¿Cómo las haré crecer entonces?
–Lo descubrirás tú solo.
Pero según él, solucionarían sus problemas como habían hecho con los suyos.
–Utilízalas bien, son las únicas que me quedan.
Puso el puñado de semillas entre sus manos, dijo adiós con un gesto y se marchó del pueblo con la vaca siguiéndolo.
Y Jack se quedó sin vaca, sin dinero y sin esperanza, solo con un puñado de misteriosas semillas entre sus dedos.
Las llevó a casa, caminando entre las burlas de ese pueblo lastimero, que lo señalaba como a un estúpido y se reía de lo inútil que era y siempre había sido.
Sintió los golpes de esas palabras a cada paso que daba, y sentía como sus esperanzas se deslizaban de su cuerpo y dejabaN un triste rastro por la calle empedrada hasta llegar a la colina más lejana en donde se encontraba su pobre casa. Para cuando subía, las dudas ya le habían mordisqueado el alma y no supo como mirar a su madre sin sentirse culpable por lo que acababa de hacer.
–¿Vendiste la vaca? –preguntó la mujer arrastrando los pies con dificultad, tosiendo y respirando de manera errática.
–La cambié, madre.
–¿La cambiaste?
Jack entonces abrió sus manos sobre la única mesa que poseían, y depositó todas las semillitas negras que repiquetearon contra la madera vieja. Parecían pequeños insectos, inútiles y asquerosos.
–¿Qué es esto?
–Semillas.
–¿Semillas?
–Sí, cambié a la vaca por estas semillas.
–¡Eres idiota! ¿Por qué hiciste eso? ¿Cómo vamos a comer? ¿Qué vamos a hacer con estas semillas?
–Él dijo que eran mágicas, que haría que nuestros problemas terminaran...
–¡Cómo te pudiste creer algo así! ¡Por eso todos nos llaman los tontos del pueblo! ¿Qué vamos a hacer, Jack? Hay deudas que pagar, los cobradores vendrán de nuevo y no tenemos más que semillas.
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La Soledad y las Horas
HororLa soledad, acompañada de sus siervos la tristeza, la desesperación, el miedo, la culpa y la fantasía, suele salir en heladas madrugadas a contar sus historias marchitas a aquellos dispuestos a escuchar.