Cadáver

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Los buitres me rodeaban durante el día, las moscas caminaban por mi cuerpo, las ratas olisqueaban por las noches, pero yo no estaba muerto.

El alba comenzó a despuntar y abrí los ojos, solo para suspirar con miseria ante las sombras de los cuervos picoteando el cristal de la habitación. Llegaban con el primer rayo de sol y no se iban hasta que el último se ocultaba en el horizonte.

Miré la otra mitad de la cama y ahí estaba su cuerpo. Con la piel cayéndose como papel mojado, el cabello apenas sostenido al cráneo y las cuencas de los ojos hundidas hasta ser dos agujeros negros por donde las moscas se metían ahora que los gusanos habían terminado de devorar las vísceras.

Suspiré, aún me quedaba la suficiente esperanza durante los primeros segundos de la mañana para poder desear que el cadáver se hubiera ido.

Pero el hedor me provocaba nauseas, me mareaba y me había hecho devolver el estómago durante las primeras semanas. Con el tiempo, el hedor se volvió costumbre, pero no por eso dejaba de torturarme por las mañanas y sentí la bilis acumularse en mi esófago por un momento, pero bastó llevarme la mano a la boca e intentar tranquilizarme para detener el vómito.

Cada día había algo que hacía con mayor facilidad. No vomitar, no despertar por los chillidos de los cuervos, desayunar un poco, espantar a las moscas, limpiar el excremento dejado por las ratas durante la noche, no gritar conmocionado cuando las sentía caminar entre las sábanas en la oscura madrugada, tirar a la basura a las que habían quedado decapitadas en las trampas.

Era una rutina terrorífica que hacía ya con una enfermiza naturalidad. Ni siquiera me cuestionaba la razón de realizarlo o buscaba una manera de evitarlo. Simplemente me había dado por vencido con ese cadáver.

No recordaba con exactitud cuando había aparecido, ni cómo. Tal vez el cuerpo tardó demasiado en descomponerse para que me diera cuenta, tal vez estaba ya muerto mientras hablaba con él y veía su sonrisa con la tranquilidad de siempre, no fue hasta que la piel se agrietó y el olor explotó por los poros de su piel, que noté que estaba realmente muerto. Y entonces fue demasiado tarde.

El cadáver me seguía a todos lados.

Me senté en la cama y de inmediato escuché como las sábanas se deslizaban con los movimientos lastimeros de ese cuerpo, arrastrándose sobre el colchón, extendiendo sus manos heladas y huesudas hasta tocar mi espalda y recorrerla con una sensación helada a la que ya me había acostumbrado, llegaron a mi nuca, la tocaron con suavidad y entonces todo el cuerpo se arrastró hacia arriba y sus brazos quedaron enredados en mi cuello, de donde se sostenía para que lo cargara a todos lados.

A veces, justo cuando sus manos muertas tocaban mi cuello, una parte de mí temía que una mañana simplemente fueran a clavar los dedos y me asfixiara hasta la muerte. Nunca había sucedido nada parecido, pero temía que fuera a pasar cualquier día, eso era parte de mi rutina diaria por la mañana.

Lo peor de todo aquello era el silencio y la quietud. El cadáver solo se movía en ese momento, y después se quedaba en total silencio e inmovilidad hasta que me acostaba de nuevo a dormir y era solo entonces que deshacía su horrendo abrazo y yo cerraba los ojos para olvidarlo. El resto del día se mantenía sobre mi cuello sin decir palabra y sin posibilidad de quitarlo de ahí.

Oh, sí, lo había intentado miles y miles de veces, pero era imposible separar sus brazos y quitármelo de encima. Viajaba conmigo, con su grotesco peso en mis hombros.

Aún seguía sin comprender en que momento las cosas se habían torcido tanto, en que momento había pasado a vivir con un cadáver colgado del cuello y temiendo que en cualquier momento fuera a estrangularme. Pero, cuando finalmente me quedé sin opciones para deshacerme de él, bajé la mirada y continué mi vida, ahora compartida con la de un cuerpo que se descomponía sobre mi espalda.

La Soledad y las HorasWhere stories live. Discover now