Prólogo

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Varios meses habían pasado. Un desvencijado bongo navegaba aguas orinoquenses, por el río Arauca y alrededores, rumores iban y venían sobre el paradero de aquella que en un tiempo fue la cacica de esas tierras. 

Así era pues, como si se hubiese abierto la caja de Pandora en mitad de la sabana, antes de que la bella mujer volviera a su selva oriunda, una serie de tormentosos infortunios habían azotado su existencia. Como si las cadenas que cargaba desde casi niña no fueran lo suficientemente pesadas, el hombre al que amaba se había enamorado de su hija, la había abandonado, y se veía obligada a dejar su casa, su finca y todo aquello cuanto había construido, si bien no de la manera más entera, para escapar de las fuerzas del estado, la buscaban en toda la región, siendo la orden de captura inminente, así como lo era la recompensa que se ofrecía por su pellejo. De modo que ojos que te vieron ir, jamás te verán volver...

Se la creía muerta; escondida aún entre algún paraje araucano, se decía que por las noches, se la veía como antaño, haciendo sus brujerías allá por la Poza de los Suspiros, otras lenguas viperinas contaban que se había dejado caer por el palmar de la Chusmita, ahí mismito donde había tenido malviviendo por años a Lorenzo Barquero y a su hijita Marisela y que, como si fuera maldición la del mentado lugar, había sucumbido a las garras del alcohol. Tantas y tantas cosas, nada más lejos de la verdad. 

Al tiempo que su pequeña embarcación tocaba tierra, lo poco que quedara de su cigarro se consumía entre sus finos dedos de piel colorada por la exposición al sol. Aunque en su estado no debía fumar, se permitía un cigarro por semana, para que la ansiedad no le tocara los nervios. Esperó unos instantes, contemplando el paisaje que ante ella se revelaba, y sintiendo el húmedo aire inundar sus fosas nasales, hasta que se bajó del bongo y lo encalló como se debe, en tierra. Con caminar pesado, como es propio de la mujer encinta, con una mano sobre el vientre henchido y la otra en la lumbar, que es donde más se sufre cuando el embarazo está avanzado, se dirigió hacia una de las tantas chocitas indígenas que estaban repartidas por la zona, primero iba a descansar, el viaje había sido largo y ya al día siguiente tendría tiempo de descargar todos los artilugios y enseres que había cargado hasta allí, más de la mitad de las cosas no eran suyas. Aunque ya era noche cerrada, todavía habían algunos pobladores despiertos, que fueron a su encuentro, eso sí, niños ni uno, y eran los que más festejaban sus llegadas, siempre que Bárbara salía de viaje, precisamente porque regresaba con presentes, juguetes o gaseosas, dulces de producción industrial que se vendían en pueblos más progresados, y ropita también.

Nada más verla, una jovencita se acercó rauda a saludarla y abrazarla, Bárbara le correspondió, pero se fijó enseguida en que la niña quería decirle algo, pero que no se atrevía. Con gesto inquisidor, Bárbara le preguntó en su lengua natal, a lo que la niña respondió señalando a su padre, parado unos metros más atrás. En absoluto silencio, mujer y chiquilla fueron de la mano hacia donde se encontraba el viejo indio.

- Un hombre blanco ha llegado aquí hace pocos días -le dijo. La sorpresa se apoderó del rostro de Bárbara, pues aquel pueblo estaba en una zona remota de la selva, lugar casi inaccesible al que había que llegar siendo experto bonguero, pues eran muchos los peligros que debían pasarse hasta llegar allí-. Dice conocerte.

A su mente llegó la imagen y el nombre de Santos Luzardo, al que prefería no recordar. Descartó enseguida la idea, era imposible que el civilizado llanero hubiera terminado en aquel recóndito lugar. No hizo falta decir una palabra, el indio la llevó a la hamaca donde el fuereño descansaba, a su lado, hecha un ovillo una niña pequeña, de cabellos negros y piel blanca como la leche, dormía también. Ignorando a la infante, Bárbara escrutó con recelo al hombre blanco, que para su alivio, no era Santos; aún en la penumbra, se adivinaban en él rasgos finos, bonitos, trajera la barba crecidita de unos cuántos días. Tendido cuan largo era, parecía ser un hombre alto, fornido por el trabajo de machos, y vestido con un simple bivirí y unas bermudas que supuso, tendrían que haber sido blancas. Fue incapaz de reconocerlo, con los ojos cerrados y la oscuridad imperante le era imposible, tan tentada se sintió de despertarlo que posó una mano sobre su pecho, y ese instante, él abrió los ojos con desconcierto.

Verse otra vez (Doña Bárbara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora