6. No hay fiesta en paz

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- Pues algo tendremos que hacer, Bárbara -bufó el patrón de Altamira, hastiado de discutir con la cacica del Arauca-. Porque, lo quieras o no, tengo derecho de celebrar el cumpleaños de mi hijo, con mi hijo.

- Luzardo, por favor. ¿Es que no entiendes?

- ¿Entender qué, tu terquedad? ¿Tu capricho?

- No es capricho mío que Aitor quiera festejar su cumpleaños en Puerto Bravo, donde lo ha hecho SIEMPRE.

- ¡Porque hasta entonces había vivido allí, Bárbara! Pero ahora, su casa es esta -exclamó, extendiendo los brazos, en referencia a la casona altamireña. La Doña levantó una ceja.

- No te equivoques, Santos Luzardo - siseó, manteniendo la calma, pero dotando de un tono hiriente a sus palabras-. Esta no es su casa, su casa está en San Fernando, conmigo y con Asdrúbal, con sus hermanos y, fíjate, el río grande, también es su casa. ¿Pero esta hacienda? ¡No señor! Además, ¿qué quieres? Va a sospechar si la fiesta se hace aquí, lejos de su familia.

- ¿Familia? - respondió Santos, con otra interrogante- ¿De qué familia hablas?

Días más tarde, se celebraba el tan disputado evento, al que había sido invitado un reducido número de personas. Finalmente los padres de Aitor, tras arduas y acaloradas disputas, parecían haber llegado a un acuerdo que, en teoría, satisfaciera a ambas partes, sin embargo tanto hacendado como bonguera, llevando rato ya comenzada la fiesta, mostraban sus caras de suficiencia, manifestando así su contrariedad.

Acostumbrada como estaba la mujerona a hacer siempre su voluntad y a que nadie la contradijese, pues mayoritariamente ella y Asdrúbal pensaban igual, era renuente aún a tener que entenderse con Luzardo, quien por su parte, era capaz de disuadir hasta al más poco colaborador, no era un hombre adulador, pero tenía maña -y carisma- a la hora de tratar con la gente, por lo que prácticamente siempre conseguía sus propósitos. Pero Doña Bárbara era otro cantar, y ya sin sorpresa, se dio cuenta de que ésta era ahora total y enteramente inmune a sus métodos de convencimiento, conciliación o pacto.

Se encontraban, sin embargo, en "terreno" de Bárbara, considerando al lugar no como inmueble telúrico, sino como ambiente de dominio, pues no era precisamente el Eustaquia, una parcela de campo o de tierras de cultivo. Pero era el único sitio en el cual, no siendo su casa, la Doña se sentía a gusto, y estando la embarcación en El Progreso, contentaría también a Santos Luzardo. La ancha cubierta había sido limpiada y encerada a conciencia bien tempranito por la mañana, brillaban las maderas bajo la luz de los faroles de graciosos colores que habían colocado, junto con un montón de lucecitas chiquitas en las barandas de cubierta. Ciertamente aportaban una sensación de calidez muy agradable.

Cecilia Vergel y Antonio Sandoval observaban cómo los niños jugaban a arrojar piedritas al río. El gobernador iba por su segundo trago de ron, apurando el contenido del vaso a su garganta, no se sentía cómodo ahí y el nerviosismo latente de su esposa, no ayudaba para nada. La rubia se abanicaba con pesadez, oteando repetidas veces todo a su alrededor, para así evitar que su mirada azul se la pasara clavada sobre la mujer castaña vestida de rojo, que conversaba indiferente al escrutinio de la gente altamireña, con sus compadres y parientes.

Habían llegado a la hora de almorzar, el día anterior, ambos ataviados con pantalones llaneros, camisas cómodas -la del hombre con las mangas cortadas, y la de la mujer con un nudo por encima del ombligo, dejando su vientre a la vista-, pero eso sí, ambos dos sin sombreros de faena, luciendo en cambio un par de peloeguamas de alpargata limpia y cuero, que se usaban sólo en las fiestas y que, de tan buena calidad, muy pocos podían pagar. La pareja había sido recibida con flagrante alborozo por los Narváez, parecían conocerse de toda la vida. Y nada más acertado, pues el hombre, Santiago Guanipa, era primo hermano de Asdrúbal, y padrino, junto a su señora, María Teresa, de Aitor. La mujer, enseguida se colgó del brazo de su comadre y se adelantaron las dos a sus maridos, sumidas ya en sus propios asuntos.

Verse otra vez (Doña Bárbara)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora