Desde la época colonial, el hombre llanero trabaja desde que canta el gallo, cuando aún no ha despuntado el sol, hasta que el mismo se oculta. Camisa vieja, tejanos gastados, botas de cuero, sombrero de esparto y lazo en mano. La piel curtida y la mirada franca del llanero son unos de sus atributos más característicos, el hombre ducho en las tareas del campo, es el mejor de los jinetes y el más bravo cuando se trata de proteger lo suyo. Y a los suyos.
Mas poco se habla de las féminas. Las mujeres del llano, están, al igual que los hombres, labradas por la tierra, por la vida dura y trabajosa. Se levantan incluso antes que los hombres, porque ellas tienen su vida particular, la de la mayoría se remite a calentar fogones, cocinar ingentes cantidades de comida para patrón y peonada, limpiar... Hacerse cargo de todo aquello que los hombres no hacen. Pero Bárbara Guaimarán no es una mujer llanera cualquiera.
Bárbara es, o fue, el mejor llanero que tuvo el Arauca, y dicho así, en masculino, porque era, a pesar de su encandilante belleza, considerada por muchos como otro varón. Solía vestir pantalones holgados, siempre sucios, botas de cuero manchadas de barro, camisa y sombrero, sobre el cabello recogido en una larga trenza. Nada tenía que ver con las mujercitas. Porque en realidad ella no lo era, porque había dejado de serlo hacía tanto que no lo recordaba. Se pasaba el día sobre el caballo, dirigiendo a sus peones, bregando, sudando la gota gorda y curtiéndose bajo el sol.
Y aunque Bárbara había finalmente abandonado la vida llanera, quedaban todavía vestigios en su actuar, de aquella faceta.
Era ya entrada la mañana en tierras altamireñas, el sol en su punto más alto, castigando las pieles desnudas de los peones, que se esmeraban arduamente en su labor. Era día de doma. Iban a desbravar a varios potros y potrillas, ante la expectación de la gente luzardera, que se arremolinaba a su alrededor. Los niños eran quienes mostraban más entusiasmo, en fila se hallaban Miquita, Aitor, Tito, Toño y Lucía,encaramados sobre la baranda de metal, junto a los demás muchachos. Otro grupo era el formado por las terneras y Cecilia. A un par de metros de ellas, se apoyaba Bárbara, sin importarle mucho que su vestido blanco pudiera ensuciarse de barro o polvo. Lucía sombrero de esparto para protegerse del sol y dirigía de cuando en vez una mirada de soslayo sobre sus dos hijos, pero fingía despreocupación, estaba pendiente de Laurita, a la que llevaba rato sin ver.
En la arena estaban Pajarote y María Nieves con un potrillo que acababa de domar Ciro, uno de los peones más jóvenes, que no llevaba mucho tiempo trabajando en Altamira.
- Compadre, ¿y Julio? -inquirió el marido de Altagracia- ¿no que iba a desbravar él a la última potra?
- Por ahí lo tienes, mi compa -dijo Pajarote, mientras señalaba hacia el costado de la casa grande, con una sonrisa pícara-, primero ha estado amansando a esa potrilla.
En la dirección que indicaba Pajarote regresaban de dar un paseo Laurita y Julio, conversando animadamente. Los ojos de la doña se centraron en la pareja, y esbozó una mueca de disgusto, ante el disimulado cuchicheo de las terneras. Los peones, por su parte, llamaron a Julio, que se acercó ruborizado.
- Muchacho, es tu momento -lo animó Pajarote, mientras María Nieves se llevaba al potrillo manso, para traer uno más.
- Disculpen, no me di cuenta de la hora -se excusó.
- No si, así cualquiera -bromeó Ciro, ganándose un un golpe.
- Tienes suerte, porque por ahí recién llega el patrón.
Santos Luzardo se acercaba a paso rápido, con su sonrisa de galán plantada en el rostro. Laurita llegó hasta donde se encontraba su madre, percibiendo de antemano su malhumor.
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Verse otra vez (Doña Bárbara)
RomanceCuando se ha sufrido como lo hizo Bárbara Guaimarán, no es sencillo volverse a enamorar, construir una vida nueva, confiar otra vez. Pero la mujer, fuerte, recia, lo logró al lado de quien siempre la amó, de aquel que estuvo dispuesto a dar su vida...