El calor siguió azotando al llano como de costumbre, mientras los días iban pasando y la familia Narváez frecuentaba más El Progreso, así como Santos Luzardo se acercaba entre semana a San Fernando a visitarlos, la excusa siempre era la misma: que Asdrúbal y él tenían que tratar asuntos de trabajo. Aunque no pudiera decirse que se llevaba bien con su hijo, cuando menos el muchacho ya no lo despreciaba, y en eso había contribuido bastante su hija Micaela, pues ella y Aitor habían creado un vínculo muy especial. La tierna muchacha, tímida como era ella, al lado de los hermanos Narváez lograba desenvolverse con más soltura y era más abierta a la gente, cosa que a Santos lo llenaba de felicidad.
Tito, parecía que había terminado de sucumbir al amor naciente por Cecilia Vergel, no importaba si se hallara en ese momento conversando con alguien, jugando con sus hermanos, comiendo o fuera lo que fuese, si por su campo visual entraba la rubia mujer, todo inmediatamente carecía de importancia, pues sus ojos se clavaban sobre ella y la seguían a cualquier sitio. A Bárbara y Asdrúbal aquello les enternecía y los preocupaba en partes iguales, sus hermanos no podían más que burlarse de él, mientras que el resto de la gente de Altamira disfrutaba de aquel amor platónico. Las bromas y burlas para Antonio Sandoval no se hicieron esperar:
- Ey Antonio, cuidado que tienes competencia - empezaba Pajarote.
- Y míralo nomás: catire y con los ojitos azules -seguía María Nieves
- Y es hijo de la doña -continuaba Julio, uno de los peones más jóvenes-, así que mejor partido no puede ser.
- ¿Qué hablan de mí? -Bárbara aparecía de no sabían dónde, sobresaltándolos e intimidándolos con su mirada más fiera- Ojo cuidao con andar burlándose de mi hijo, mejor pónganse a trabajar, pandilla de gandules.
- No doña -se disculpaba entonces Pajarote-, nomás le estábamos advirtiendo aquí, al compadre Antonio que, su muchacho, cualquier rato lo atrasa.
De hecho, grande fue la desilusión de Tito al enterarse de que Cecilia estaba casada, mucho peor aun cuando coincidió en Altamira con Toño y Lucía, los hijos del matrimonio. Se aguantó como pudo, pero pasó toda la tarde pegado a las faldas de su madre, insistiéndole para que se regresaran a casa, y cuando ésta por fin accedió, el niño salió corriendo de la hacienda para esperarlos en la camioneta, sin despedirse absolutamente de nadie.
Bárbara, por su parte, tuvo que volver a acostumbrarse a ser el centro de atención cuando iba por la calle. Había olvidado lo que era sentir el escrutinio de la gente sobre sí, y estar en boca de todos, que ni siquiera se molestaban en disimular, y cuchicheaban con susurros audibles. Doña Bárbara era una leyenda viva, y más conocida que el mismísimo alcalde en ese pueblo, y si caminaba del brazo de un hombre como Asdrúbal, las marujas se volvían locas; era entonces cuando a Bárbara menos le importaban las habladurías, sonreía orgullosa y se agarraba con más fuerza al antebrazo de su marido, para dejar bien claro que era suyo. Si en cambio la agarraban de mal humor, les dirigía una de sus miradas asesinas, que surtían efecto de forma inmediata.
Otra cosa era su relación con la gente de Altamira, todavía forzada, pero formal. Toda la peonada, el personal de la casa, la familia Sandoval y demás gente luzardera siempre habían profesado un ferviente odio hacia su persona, que en ella solo producía indiferencia, pero ahora se encontraba alerta, no porque le importara lo que pudieran decirle o hacerle, sino por sus hijos. Le nacía de las entrañas un instinto de protección maternal que la tenía neurotizada, pues no iba a consentir que sus acciones y rencillas del pasado tocaran a sus vástagos, mucho menos que se les hiciera de menos o se les tratara mal.
Especial atención ponía sobre Casilda, las Sandoval y Cecilia Vergel, más que por la peonada; ellas eran la gente más cercana a la casa y quienes regentaban todo aquel berenjenal que podía ser la hacienda, y era consciente de que no era del todo bien recibida, pero sí soportada. La cocinera la trataba con respeto y hasta con cordialidad, pero jamás le había dedicado un gesto agradable, como solía hacer con el resto. Las terneras Sandoval, que de terneras ya no tenían un pelo, siempre la observaban con recelo pero con algo de curiosidad también, como quien se encuentra una fruta exótica que huele muy rico pero uno no se la come por miedo a que sea venenosa, lo cual a Bárbara le parecía gracioso, y hasta simpático; había llegado a tener una corta y banal conversación con Gervasia, con quien más había convivido.
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Verse otra vez (Doña Bárbara)
RomanceCuando se ha sufrido como lo hizo Bárbara Guaimarán, no es sencillo volverse a enamorar, construir una vida nueva, confiar otra vez. Pero la mujer, fuerte, recia, lo logró al lado de quien siempre la amó, de aquel que estuvo dispuesto a dar su vida...