6 años de edad.
A pesar de su edad, el niño sabía sus limitaciones. Sabía qué podía hacer, que no, qué podía pedir, cuándo podía hablar e incluso sabía en qué partes de la casa él, bajo ningún motivo, podía estar. Que básicamente era en cualquier parte de la casa que no fuera su habitación.
Y llamar a eso habitación era un eufemismo.
Un lugar el que antiguamente podría haber sido una lavandería, que contaba con una lavadora y un seca ropa que no funcionaban, con un colchón del tamaño de una cuna para un recién nacido y unas mantas andrajosas que él compartía ocasionalmente con un perro callejero. Y eso era lo que Traver llamaba cama. Para subir, si no quería lastimarse con las puntas filosas de los aparatos que ya casi eran una ruina, tenía que trepar por un cajón de manzanas que ya había visto días mejores, la madera estaba húmeda y mohosa debido a las goteras que se repartían por el techo de la pequeña habitación. Su escasa ropa estaba desparramada en una caja y, usualmente él se cambiaba sólo, aunque le daba miedo hacerlo ya que si lo hacía mal —que era lo que ocurría cada vez que él se vestía— la mujer de cabellos amarillos se enojaba con él. Y a él no le gustaba hacerla enojar, ella no vendría si estaba enojada y pasarían algunos días sin comer, como castigo.
Como ahora, había pasado más de una semana y él aún no había probado bocado luego de haber puesto su camisa al revés. La mujer de cabellos amarillos no había venido a darle nada de comer y su estómago dolía de tanto dolor. Los primeros días habían sido soportables, ya estaba acostumbrado a no comer nada durante dos o tres días, pero jamás había pasado tanto tiempo. Y tomar agua ya no le llenaba el estómago, sino que le daba náuseas.
Algo no andaba bien, pero estaba aterrorizado, no podía salir de su habitación y entrar a la casa, la señora de cabellos amarillos se enojaría muchísimo y él sólo quería comer.
Estaba cargando su segundo vaso de agua cuando escuchó el estruendo de las motocicletas estacionando en la parte trasera de la casa. Se quedó inmóvil en el lugar, esperando escuchar a su madre recibiendo a sus habituales invitados, sin embargo nada sucedió. Las motocicletas se quedaron en silencio y el niño se permitió a sí mismo relajarse. Dejó el vaso con agua sobre el cajón de manzanas y se sentó junto a él, sobre una manta que usualmente tendía en el piso para no ensuciar sus pantalones. La mujer de cabellos amarillos también se enojaba si se ensuciaba.
Un hombre daba órdenes a alguien, el niño sólo podía escuchar las pesadas botas moverse por el concreto, ya que en el patio de su casa no había césped. Las voces parecían calmadas, como era habitual, así que apoyó su pequeña espalda en una de las máquinas y fue entonces, cuando estaba quedándose dormido, que los dolores en su estómago regresaron.
Una fuerte punzada lo tuvo doblado por la mitad y fue inevitable para él no lanzar un quejido, seguido de un sollozo que fue demasiado fuerte. Ya no soportaba las puntadas eventuales. Lo peor de todo es que parecía que quería vomitar, pero nada salía de su estómago y el simple dolor de las arcadas era suficiente para hacerlo llorar en voz alta, ya no podía controlar sus sonidos.
Estaba sollozando tan fuerte, pidiendo por comida, que no notó cuando la puerta de chapa se abrió y un hombre lo miró desde su altura, completamente horrorizado. El hombre llevaba un chaleco con algunos parches y unas botas que lo habían cautivado por completo.
—Mierda, ¡Prez, encontré algo! —gritó el hombre, volviendo a sobresaltar al niño antes de acercarse a el y tomarlo por debajo de las axilas, levantándolo con facilidad.
De repente, se encontraba muy débil para luchar. No lo habría hecho, de todos modos, la mujer de cabellos amarillos le decía que jamás debía discutir con los hombres de chaleco, "no sabes lo que los hombres de chaleco pueden hacerle a un niño", había dicho mientras miraba nerviosamente a su alrededor como si alguien estuviera escuchándola decir algo que no suponía que dijera.
—¿Qué es, Asher? —preguntó una segunda voz, mientras el primer hombre lo sacaba de la habitación. Inmediatamente se cubrió los ojos a causa del resplandor que la luz del sol le causó y su estómago volvió a revolverse—. Santa mierda, chico. —escuchó el asombro en la voz del "Prez" y se obligó a sí mismo a descubrir su rostro para poder mirarlo, después de todo era un niño y la curiosidad era mucha—. Joder, la puta mintió. Jodidamente mintió. —gruñó y se agachó hasta quedar a la altura del niño, tomó una gran bocanada de aire y relajó sus facciones—. ¿Cómo te llamas, niño?
A pesar de no entender nada, el niño relamió sus labios para poder hablar y su garganta se resintió las primeras veces. Sabía lo que quería decir, pero no encontraba la forma, lo cual no era de extrañar ya que rara vez hablaba. O emitía algún sonido.
Le llevó varios intentos abrir su boca y poder pronunciar su nombre.
—Traver. —murmuró, sintiéndose tembloroso y aunque no era demasiado, el esfuerzo que le tomó pronunciar esa simple palabra lo dejó tan cansado que simplemente se dejó caer en el concreto sucio que formaba parte del patio de la casa.
Después de casi siete días sin probar bocado, finalmente se había desmayado.